Pero apenas tres años más tarde, Humberto Solás se acaba de
despedir a los sesenta y seis años de edad de esa misma vida que no
quiso darle más y que, como pocos, él supo exprimir en aras de su
obra.
Días después de aquel Premio Nacional de Cine volvería a
sorprender con Barrio Cuba, un estilo que afincado en el más
puro melodrama arrancó lagrimones y razonamientos en los cines. Y
también polémicas, porque sus películas no podían concebirse sin
ellas, lo mismo en lo referente a las historias que en el plano
formal. Pero una manera de hacer la de ese, su último largometraje,
que en buena medida lo remitía a sus inicios vinculados con el
neorrealismo, cuando allá en 1966, a los 25 años de edad, dirigió
Manuela, un corto de 41 minutos que despertó grandes
expectativas acerca de lo que estaba por venir.
Y lo que vino fue Lucía, aquellas tres historias con
nombre de mujer que a muchos nos viene a la cabeza al pensar en la
prodigiosa década de los sesenta. Lucía, reverenciada
internacionalmente y con una lista de premios que hubieran mareado a
cualquier otro joven olvidadizo de una verdad que Humberto llevaba
prendida al cuello como un azabache: lo importante no es creer que
"se llegó", sino tratar de ascender siempre.
Lo recuerdo en una conferencia de prensa, a principios de los
años setenta, hablando con fervor de su apreciado Luchino Visconti:
Senso, El gatopardo¼ amaba la
opulencia y perfección del italiano y lo consideraba su ideario
estético. Sin embargo, cuando hoy se repasan filmes como Cecilia,
Un hombre de éxito o El siglo de la luces —los más
deudores sin duda de Visconti— se aprecian en ellos, por encima de
las siempre discutibles virtudes y defectos, una impronta de
identidad y cubanía que conmueven.
Y conmover fue un don del romántico Humberto, ese mismo artista a
quien los tiempos duros lo obligaron a reinventarse en lo
concerniente a la concepción de su cine. Fue así que de la opulencia
de sus escenarios, extras y despliegues de cámaras, de su apego a
una manera de concebir con recursos, pasó a proclamar que el cine
digital era la vía para no vivir solo de recuerdos y continuar en el
ruedo.
Y para que no quedara duda de lo que se traía entre manos,
entrega la emotiva Miel para Ochún y funda el Festival
Internacional del Cine Pobre de Gibara, que con los años iría
alcanzando un interés inimaginable.
Director emblemático, orgullo de nuestra cultura, apasionado
defensor de lo que hacía, las relaciones de Humberto con la crítica
cinematográfica, aunque con respeto por parte de él, no siempre
fueron un transitar de miel sobre hojuelas.
Pero eso, como decía Arturo de Córdoba, "no tiene la menor
importancia", a no ser para traer a colación que cuando nadie sea
capaz de acordarse de lo que una vez se dijo y se discutió, Solás,
sin embargo, una y otra vez estará.