Los grandes cambios sociales y políticos en la historia han ido
precedidos siempre de transformaciones en el campo de las ideas. De
ahí la trascendencia de articular las tareas intelectuales con la
práctica transformadora, de enlazar dialécticamente pensamiento y
acción como eje esencial de la obra revolucionaria.
La intelectualidad latinoamericana y caribeña que ocupa
posiciones de vanguardia cuenta con los fundamentos de nuestras
tradiciones políticas y éticas necesarias para llevar a cabo una
profunda reflexión acerca de nuestro presente y abrir caminos hacia
el futuro, sobre la base del respeto a nuestras identidades
culturales nacionales y regionales.
En la medida que esto se haga consustancial al sentir, el obrar y
el actuar, se harán mucho más factibles el conocimiento real y la
plena comprensión de nuestras realidades y del papel que le
corresponde desempeñar a nuestra región en el mundo de hoy y de
mañana. No hay modernidad genuina, de índole universal, si no entran
en el debate y el análisis el papel de la cultura y de la tradición
histórica de América Latina y el Caribe.
Hay que contar, sin embargo, con un presupuesto básico: la
unidad. No existe para nuestros pueblos otra solución que la unidad.
La hemos estado buscando por las vías políticas y se han realizado
enormes esfuerzos, pero se han encontrado graves dificultades. La
hemos estado planteando por las vías económicas y, en especial, por
el rechazo a la deuda externa, y no se han encontrado fáciles
caminos de comprensión. La planteamos ahora, además, por las vías de
la cultura y de la promoción y exaltación de nuestros valores
artísticos, intelectuales y morales.
Deberíamos tener muy presente la orientación martiana cuando
dijo: "Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para
conocerse, como quienes van a pelear juntos".
En esa obra de salvamento y de servicio histórico, la unidad
constituye el primer objetivo de los revolucionarios, precisamente
porque el enemigo promueve la división. Eso lo sabemos demasiado
bien los cubanos. Para marchar por este rumbo, ha de comprenderse
que el problema de la independencia y, por tanto, de nuestra
identidad como nación, no es una cuestión simplemente de cambio de
formas. Había, y hay, que cambiar el espíritu; había, y hay, que
situarse del lado de los oprimidos; había, y hay, que afianzar el
sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores.
En la América bolivariana y martiana no hay diálogo posible con
el pensamiento anexionista y con quienes quieren entregar nuestros
países a los brazos de la ideología de pretensiones hegemónicas
presente en los círculos gobernantes del imperialismo yanki. Nuestra
identidad, nuestra cultura y, por tanto, nuestra democracia, se
mueven en el espectro amplísimo del antimperialismo, poseen vocación
de servicio universal.
De manera pertinaz, Estados Unidos siempre ha pretendido imponer
su hegemonía mediante su poderío militar. Al conocer el empeño por
reanimar la IV Flota en los mares de nuestra región, no puedo menos
que recordar y recomendar la lectura de un texto muy revelador
escrito por el dominicano Juan Bosch hace más de 30 años, titulado
Pentagonismo: sustituto del imperialismo, donde señalaba que
el militarismo constituía la nueva estrategia de la burguesía. Dicho
texto es un vaticinio claro de lo que hoy está ocurriendo en el
mundo: el imperialismo, en su decadencia, amenaza con destruir las
formas jurídicas, sociales y culturales expresadas en la idea de la
identidad espiritual de nuestros pueblos.
El sojuzgamiento de nuestras naciones, con el pretexto del
progreso científico y técnico y de una globalización insolidaria,
significa una visión parcial, anticientífica e inhumana del mismo
concepto de desarrollo. La idea del desarrollo, vista la cuestión en
el plano científico y desde una ética humanista, tiene que incluir,
necesariamente, la solución integral de los problemas de carácter
social, y dentro de ellos los culturales.
Tanto a escala regional, nacional, como multinacional y universal
no existen posibilidades reales de transformaciones democráticas
capaces de abrir paso a sistemas sociales justos y de amplia
participación si no somos capaces de hallar los vínculos entre
identidad, universalidad y civilización y de articularlos como si
fuéramos artífices de la historia. En las relaciones, a veces
contradictorias, entre estas tres categorías está el vórtice de lo
que he llamado el ciclón postmoderno, para utilizar un término de
moda.
El valor práctico de esta identidad se puede apreciar en la
historia concreta de un pueblo, como el nuestro, que hermanó, desde
los tiempos de génesis y fundación, la lucha por la libertad, la
independencia y la justicia social, con la aspiración de que la
cultura y la ciencia llegaran a ser componentes sustantivos del
ideario político y ético del país. Esto no es retórica, es carne
viva y sangre de nuestra historia nacional.