Dos Habana derrumban muros

Joel Mayor Lorán
Joel@granma.cip.cu

Esta vez la aventura no sería igual: la ciudad estaba bien reforzada. Junto con las fortalezas del Morro, La Punta y La Fuerza, La Habana había garantizado otro modo de disuadir a los filibusteros que se atrevían más allá de sus dominios marinos: monumentales murallas impedían el acceso a la villa. Los ataques de corsarios y piratas habrían de disminuir, o en cambio, ser más osados.

Hoy persisten restos de las murallas frente al Museo de la Revolución, cerca del antiguo Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana, de la Estación Central de Ferrocarriles y en la Avenida Carlos Manuel de Céspedes.

Lo cierto es que la atractiva plaza guardaba bajo siete llaves las riquezas originadas por el saqueo del Nuevo Mundo: mediante las llamadas flotas, las fortificaciones y lo que Emilio Roig de Leuchsenring, primer Historiador de la Ciudad, calificó de "enorme cinturón de piedra".

Precisamente, la ardorosa defensa del patrimonio que hiciera Roig permitió que nos sea posible reconstruir mentalmente el trazado de semejante obra, al observar los paños, muros y garitas que se salvaron: frente al Museo de la Revolución, cerca del antiguo Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana, de la Terminal de Ferrocarriles y en la Avenida Carlos Manuel de Céspedes.

En 1863 comenzó la demolición de las murallas que separaban a las dos Habana, la intra y la extramuros.

Aquellas moles de piedra de cantería circundaban la villa por 4 852 metros y enlazaban el Arsenal (Estación Central de Ferrocarriles en la actualidad) con el castillo de La Punta. Su lado más fuerte daba al mar. Del otro, disponía de nueve baluartes y tres semibaluartes unidos por cortinas intermedias de dos metros de espesor; los paños de cortina alcanzaban hasta 10 metros de alto, y el foso sin agua que lo rodeaba era ancho y poco profundo.

El 3 de febrero de 1674 comenzaron los trabajos, planificados para tres años. Pero solo en 1797 consiguieron terminar. Al inicio, las murallas tuvieron solo dos puertas, la de La Punta, al norte, y la de La Muralla, a la altura de la calle de igual nombre, al oeste. Luego se abrieron las de Colón, Monserrate, Luz, San José, Jesús María, el Arsenal y La Tenaza (en Egido y Desamparados, donde existe un lienzo del muro, en las cercanías del muelle La Coubre).

Un disparo de cañón a las 4:30 de la mañana anunciaba que era hora de alzarse los rastrillos, tenderse los puentes levadizos y abrirse las puertas para permitir el tráfico. Mientras, el cañonazo de las 9:00 p.m. decretaba el cierre y que ya nadie podía entrar o salir.

Sin embargo, una circunstancia imprevista provocó que en 1863 comenzara el derribo de la muralla. Habían surgido dos Habana, una intramuros y otra más allá, igual de poblada, incluso mayor, con avenidas, zonas comerciales y nuevas edificaciones como el palacio de Aldama, Teatro Tacón, Paseo del Prado y el campo de Marte. De modo que los gruesos muros se convirtieron en un estorbo, con limitadas puertas por donde entrar o salir.

No obstante, su demolición no fue una curiosidad cualquiera: durante más de un siglo aquella mole de piedra había dejado fuera, y bien lejos de La Habana, a un peligroso hatajo de corsarios y piratas.

 

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