De
por sí hablar de un "nazi bueno" es una perversión. Sin embargo,
increíble pero cierto, así algunos llegaron a calificar a Albert
Speer, ministro de Armamento y Municiones del Tercer Reich. Algo tan
increíble pero tan cierto como los que aureolan a Pinochet en nombre
de ciertos indicadores macroeconómicos de los ochenta en Chile o los
que justifican la barbarie en el territorio ocupado de Guantánamo
como un mal necesario en la cruzada antiterrorista de George W.
Bush.
Mucho más apropiado es el apelativo de "arquitecto del diablo"
con el cual se subtituló en español al docudrama seriado estrenado
hace cuatro años en Alemania (Speer und Er, es decir,
Speer y él, refiriéndose con el pronombre a Hitler) y que llegó
este verano a la pantalla doméstica cubana a través del Canal
Educativo.
El realizador Heinrich Breloer contribuyó a demoler los últimos
vestigios de una falsa reputación levantada a partir de las memorias
de Speer, publicadas después de haber cumplido veinte años de
prisión en la cárcel berlinesa de Spandau. En estas, Speer se
presenta como un "auténtico técnico al que se le piden servicios",
fatalmente involucrado en el torbellino de la Historia, en todo caso
víctima de su propia ingenuidad y de las circunstancias.
Pero, como ha dicho el historiador español Juan A. Rodríguez Tous,
"no nos hallamos ante el relato de un arrepentido, sino ante el de
alguien que quiere aparecer como un arrepentido".
El arquitecto que desplegó en 1934 más de 150 reflectores sobre
el campo Zeppelín, de Nuremberg, para cantar a la grandeza del
Fuhrer, que diseñó el pabellón alemán de la Expo de París de 1937
para oponerlo al pabellón soviético y evitar "que nos contaminara el
virus del comunismo", que proyectó en la ocupada Noruega el más
grande astillero para la construcción de submarinos, y que imaginó
convertir a Berlín en la capital del milenio de la raza aria, fue
también uno de los máximos responsables de las deportaciones masivas
y asesinatos de centenares de miles de pobladores del este europeo,
confinados en las fábricas de los campos de concentración.
La importancia de la serie de Breloer radica en el rigor con que
reconstruye la implicación de Speer con el Tercer Reich, en
particular su relación con Hitler, y la forma implacable en que
desmonta el halo de inocencia del siniestro personaje sobre la base
de los documentos descubiertos y analizados por la historiadora
alemana Susanne Willems, en los que se prueban la hermandad con
Goering en el negocio de las casas berlinesas de los judíos
confinados o desplazados, sus visitas al campo de Auschwitz, y el
empleo a conciencia de prisioneros para aumentar la producción de
armamento.
El docudrama describe la fascinación mutua del ministro y el
dictador, revela la maniobra diversionista de Speer ante el tribunal
de Nuremberg en 1946 —el comisario general Fritz Sauckel cargó con
toda la culpa en el caso de los prisioneros soviéticos y de los
pueblos del Este europeo explotados en los "campos de trabajo"— y
refleja la simpatía del procurador general norteamericano Robert H.
Jackson por el arquitecto, decisiva para salvar a este de la horca.
Breloer no deja cabos sueltos en una narración fílmica que
contrasta imágenes documentales, entrevistas y escenificaciones
—para el papel de Speer apeló a Sebastián Koch, actor al que había
concedido poco tiempo antes la personificación de Thomas Mann en una
serie sobre la familia del gran escritor alemán; mientras el Hitler
de Tobias Moretti cumple su cometido, tal vez empequeñecido si se
compara con la actuación de Bruno Ganz en La caída, de Oliver
Hirschbiegel—; y en la que, más que conclusiones, permite al
espectador formarse su propio juicio.
Quizá la mayor carga dramática resida en las entrevistas a los
hijos de Speer. Es muy duro y comprensible el trauma que han vivido
al saber lo que fue en realidad su padre y lo que este les contó de
sí mismo. Albert Jr., arquitecto igual que su padre y uno de los
autores del proyecto olímpico de Beijing 2008, expresó a una
pregunta de Breloer: "Él tenía sus secretos. Sus libros de memorias
fueron exitosos pero yo sabía que él no iba a contestar a las
preguntas que se le podían hacer, que yo quise hacerle pero que ni a
mí iba a responder". Hilde Schramm, su hija, militante del partido
Los Verdes, dijo por su parte: "La mejor manera de describir mis
sentimientos no es la palabra culpabilidad sino vergüenza; que haya
pasado en mi familia me hace sentir vergüenza".