Si
la tenacidad tuviera nombre propio, en nuestro ámbito artístico se
llamaría Luis Mariano Carbonell Pullés. No podría ser de otro modo
cuando se trata de un hombre que se levanta cada día con la vida por
delante y ha puesto más de una vez al mal tiempo buena cara, como
cuando venció las enormes dificultades interpretativas de la
Elegía a Jesús Menéndez, de su entrañable Nicolás Guillén, o
echó por la borda las clasificaciones rutinarias al montar los
cuentos del mexicano Juan José Arreola, o se repuso de una
enfermedad limitante para volver a poblar con su presencia los
grandes y pequeños escenarios, siempre grandes en su caso, porque
bastan una silla y unos pocos metros cuadrados para que su ángel
fabulador y poético despliegue las alas.
Al nacer el 26 de julio de 1923 en Santiago de Cuba, Luis no
podía saber que la fecha de su onomástico, por lo que sucedería
treinta años después, iba a presidir con fuego la historia de la
ciudad y la Isla. Con el tiempo, la coincidencia se ha convertido en
una metáfora, la de un artista afincado a sus raíces y leal a la
Revolución que comenzó a gestarse en el Moncada.
A Luis no le faltaron propuestas para vivir fuera de Cuba. Su
carrera estaba sólidamente cimentada cuando sobrevino el triunfo de
Enero de 1959. Pero eligió compartir la ventura y los azares de los
tiempos por venir. Cinco años atrás, al llegar a los 80, comentó a
este cronista: "No me concibo ni como creador ni como simple
ciudadano fuera de esta atmósfera, sin el jelengue increíble que se
vive en Cuba, sin nuestra gente a mi alrededor". Y en abril de1999,
cuando recibió la Réplica del Machete del Generalísimo Máximo Gómez
otorgado por el Ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias,
declaró: "Es un símbolo de patriotismo y de lealtad a la Patria.
Haberlo merecido me hace sentir todavía más orgulloso de ser
cubano".
En un inicio fue hombre de radio. Llegó a una emisora santiaguera
en 1938 como músico —había estudiado violín y, sobre todo, piano— y
no solo acompañó a cantantes, sino orientó sus repertorios. Entre
ellos estuvo nada menos que Pacho Alonso, quien se embulló a partir
del ejemplo de su hermano Luis Alonso, el inefable Plomito, a quien
conoceríamos con los años como excelente dibujante y diseñador de la
revista Bohemia.
Sin embargo, allá mismo en Santiago, Luis decidió que la poesía
debía ser su territorio personal. Viajó a Estados Unidos en 1946 y
en Nueva York, invitado por la puertorriqueña Diosa Costelo, se
presentó en el Teatro Hispano y en una audición memorable en la NBC.
Ya por entonces encontró dos apoyos fundamentales en su carrera:
Rita Montaner y, de manera muy especial, Esther Borja.
Esta última le dio el empujón definitivo al regreso a la Isla, al
introducirlo en una velada donde se rendía homenaje al tenor René
Cabel. Otros declamadores habían obtenido una magra cosecha en
aplausos, hasta que Luis interpretó uno de los poemas negros de su
coterráneo José Antonio Portando. Quizá la estruendosa ovación que
recibió, inclinó su estrella.
Un cómico argentino, Pepe Viondi, lo bautizó como "el acuarelista
de la poesía antillana". Varias generaciones han disfrutado con su
gracia inimitable al decir estampas costumbristas y poemas
afrocaribeños. Pero también su palabra conmueve cuando dice El
apellido, la elegía familiar de Nicolás, o extrae la más íntima
sustancia lírica a los versos de García Lorca.
Su arte es irrepetible y singular. Pertenece, sin lugar a dudas,
a la estirpe de Bola y de Rita, de Alicia y Esther.
Es muy posible que esta mañana de los 85 lo sorprenda estudiando
la inflexión exacta del próximo poema.