En su cumpleaños 85

Luis Carbonell, irrepetible y singular

PEDRO DE LA HOZ
pedro.hg@granma.cip.cu

Foto: Alberto Borrego AvilaSi la tenacidad tuviera nombre propio, en nuestro ámbito artístico se llamaría Luis Mariano Carbonell Pullés. No podría ser de otro modo cuando se trata de un hombre que se levanta cada día con la vida por delante y ha puesto más de una vez al mal tiempo buena cara, como cuando venció las enormes dificultades interpretativas de la Elegía a Jesús Menéndez, de su entrañable Nicolás Guillén, o echó por la borda las clasificaciones rutinarias al montar los cuentos del mexicano Juan José Arreola, o se repuso de una enfermedad limitante para volver a poblar con su presencia los grandes y pequeños escenarios, siempre grandes en su caso, porque bastan una silla y unos pocos metros cuadrados para que su ángel fabulador y poético despliegue las alas.

Al nacer el 26 de julio de 1923 en Santiago de Cuba, Luis no podía saber que la fecha de su onomástico, por lo que sucedería treinta años después, iba a presidir con fuego la historia de la ciudad y la Isla. Con el tiempo, la coincidencia se ha convertido en una metáfora, la de un artista afincado a sus raíces y leal a la Revolución que comenzó a gestarse en el Moncada.

A Luis no le faltaron propuestas para vivir fuera de Cuba. Su carrera estaba sólidamente cimentada cuando sobrevino el triunfo de Enero de 1959. Pero eligió compartir la ventura y los azares de los tiempos por venir. Cinco años atrás, al llegar a los 80, comentó a este cronista: "No me concibo ni como creador ni como simple ciudadano fuera de esta atmósfera, sin el jelengue increíble que se vive en Cuba, sin nuestra gente a mi alrededor". Y en abril de1999, cuando recibió la Réplica del Machete del Generalísimo Máximo Gómez otorgado por el Ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, declaró: "Es un símbolo de patriotismo y de lealtad a la Patria. Haberlo merecido me hace sentir todavía más orgulloso de ser cubano".

En un inicio fue hombre de radio. Llegó a una emisora santiaguera en 1938 como músico —había estudiado violín y, sobre todo, piano— y no solo acompañó a cantantes, sino orientó sus repertorios. Entre ellos estuvo nada menos que Pacho Alonso, quien se embulló a partir del ejemplo de su hermano Luis Alonso, el inefable Plomito, a quien conoceríamos con los años como excelente dibujante y diseñador de la revista Bohemia.

Sin embargo, allá mismo en Santiago, Luis decidió que la poesía debía ser su territorio personal. Viajó a Estados Unidos en 1946 y en Nueva York, invitado por la puertorriqueña Diosa Costelo, se presentó en el Teatro Hispano y en una audición memorable en la NBC. Ya por entonces encontró dos apoyos fundamentales en su carrera: Rita Montaner y, de manera muy especial, Esther Borja.

Esta última le dio el empujón definitivo al regreso a la Isla, al introducirlo en una velada donde se rendía homenaje al tenor René Cabel. Otros declamadores habían obtenido una magra cosecha en aplausos, hasta que Luis interpretó uno de los poemas negros de su coterráneo José Antonio Portando. Quizá la estruendosa ovación que recibió, inclinó su estrella.

Un cómico argentino, Pepe Viondi, lo bautizó como "el acuarelista de la poesía antillana". Varias generaciones han disfrutado con su gracia inimitable al decir estampas costumbristas y poemas afrocaribeños. Pero también su palabra conmueve cuando dice El apellido, la elegía familiar de Nicolás, o extrae la más íntima sustancia lírica a los versos de García Lorca.

Su arte es irrepetible y singular. Pertenece, sin lugar a dudas, a la estirpe de Bola y de Rita, de Alicia y Esther.

Es muy posible que esta mañana de los 85 lo sorprenda estudiando la inflexión exacta del próximo poema.

 

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