Cuando
lo conocí personalmente en la primavera de 1960 ya lo arropaba la
leyenda.
En la década anterior, en la Cuba sometida a una feroz tiranía,
asombraba a los jóvenes revolucionarios aquel político diferente que
allá en el lejano sur había ocupado altos cargos en el gobierno del
Frente Popular —cuando muchos de nosotros aún gateábamos— y luego se
había presentado como candidato a la presidencia, y aun derrotado,
tenía una presencia que nadie podía ignorar en 1952 —precisamente el
mismo año que acá el imperialismo había llevado a Batista al golpe
de Estado que impidió las elecciones e instauró un régimen brutal— y
después supo encabezar un amplio movimiento popular que en 1958
estuvo muy cerca de ganar las elecciones generales. En nuestras
tertulias clandestinas, muchas veces en la oscuridad, apenas
susurrando, Salvador Allende era objeto de sorprendida admiración.
¿Quién era ese hombre? ¿Cómo había logrado adelantar sus ideales
socialistas en aquellos tiempos de desaforado macartismo?
Mientras Batista barría de un manotazo el Congreso, los
tribunales, los partidos políticos y otras instituciones
republicanas y lo hacía con el beneplácito y el apoyo material y
político del gobierno de Estados Unidos, era difícil imaginar en
Cuba que hubiera un lugar donde los revolucionarios podían
organizarse, difundir sus doctrinas y prepararse para llegar al
poder pacíficamente. Acá, donde cada día, en cualquier rincón,
tropezábamos con cuerpos destrozados por la tortura, cuando
aprendimos a balbucear discursos frente a la bofetada y el fustazo,
a quienes transitábamos la adolescencia bajo el riesgo y la amenaza,
aquel Chile, extraño, distante, nos parecía una quimera, un sueño,
como tantos otros, irrealizable. En el fondo del sueño alguien que
era para nosotros poco más que un nombre asomaba apenas a través de
la prensa fuertemente censurada: Salvador Allende.
Visité el país insólito en 1959 poco después de la liberación de
Cuba. De aquel viaje guardo en la memoria una larga conversación con
un joven trotskista, quien después de una apasionada explicación de
las luchas obreras y la batalla electoral de 1958 me aseguró, con
vehemencia, que en la elección de 1964 el pueblo chileno finalmente
vencería. Él no sabía entonces y yo ignoré por muchos años (hasta
que en Washington se dignaron desclasificar ciertos documentos
secretos) que ya el imperio y su CIA se esforzaban por cerrarle el
paso en Chile al candidato del pueblo y financiaban dadivosamente a
farsantes alquilables.
Pero no fue sino al siguiente año que encontré a Salvador
Allende. Fue en Maracay, estado de Aragua, Venezuela.
Hasta allá fui porque la Federación de Estudiantes Universitarios
(FEU) de la Universidad de La Habana, de la que acababa de ser
elegido Vicepresidente, había sido invitada. En verdad no sé aún por
qué se nos había convocado a aquella reunión de la Asociación
Interamericana pro Democracia y Libertad, una invención del
Departamento de Estado que ya, probablemente, pocos recuerdan.
Lo cierto es que llegué a Caracas y con el auxilio de compañeros
del Movimiento 26 de Julio —queridos hermanos de la emigración
cubana que ya sufrían la dura represión de la cuarta República— me
trasladé hasta Maracay.
Allí conocí a Juan Mari Bras y otros patriotas puertorriqueños
que también deambulaban por los pasillos del hotel tratando de ser
admitidos al cónclave. Fue Juan quien me habló de Allende y de cómo
en su isla, colonizada y aislada del resto del Continente, tenía ya
la dimensión del mito portador de una nueva esperanza.
Con la ayuda de Allende y de Miguel Ángel Otero Silva, paradigma
de intelectual y periodista, logré ser admitido, sólo yo, no los
otros dos miembros de la FEU que conmigo estaban. Curiosamente los
organizadores de la Conferencia insistían en que la invitada no era
la FEU sino la persona que entonces era su Presidente (un olvidable
personaje que, años después, surgiría en documentos desclasificados
de la CIA como el agente Amlash encargado por la Agencia para
asesinar a Fidel Castro).
Allende, sin conocerme, apoyó la admisión en un convite de
personalidades con larga trayectoria a quien era todavía un
estudiante afanado en la mitad de su carrera. Nunca antes me había
visto pero aquella noche en Maracay, al estrechar mi mano por
primera vez dijo algo que me persigue desde entonces, que siempre
acompaña su recuerdo. "Compañero" fue la palabra.
Quienes se reunían en Maracay bajo la tutela de una experimentada
funcionaria del Departamento de Estado formaban lo que entonces
denominaban la "izquierda democrática", un abigarrado conjunto de
cansados "progresistas", reciclados y cooptados de un modo u otro
para una estrategia imperial necesitada de mayor sutileza frente a
la insurgencia popular que había derrocado a las dictaduras de Pérez
Jiménez y Batista.
La llegada de Rómulo Betancourt a la presidencia de Venezuela
había dado impulso renovado a esa tendencia: Washington identificaba
al veterano ex-comunista como la alternativa viable al cambio
revolucionario verdadero. Más hacia el Sur, el imperio se empeñaría
en fabricar apresuradamente algo parecido contra Allende.
La aparición de Rómulo, para inaugurar la Conferencia, en el
hotel de Maracay provocó que yo quedase sin habitación. Un aparatoso
despliegue policíaco ocupó buena parte del hotel y sin grandes
ceremonias me conminó a la intemperie. Compartí con mis hermanos
boricuas la larga noche bajo las estrellas del valle de Aragua hasta
que apareció nuestro Salvador y nos dio amparo.
No era fácil adelantar la solidaridad con la Revolución cubana y
con la independencia de Puerto Rico en aquella Conferencia. Pero
pudimos conseguirlo. Para ello contamos con la gestión sabia y
perseverante de Allende.
Lo vimos discutir con otros delegados, en la misma sala y en los
pasillos, mucho aprendimos de su lógica imbatible pero serena y
mesurada, de la elegante coherencia en su argumentación, de su
adhesión sin aspavientos a los principios revolucionarios.
Recordaremos siempre con emoción y gratitud su formidable discurso
que cerró el debate.
Algunos años después coincidí con él en La Habana, con motivo de
la Conferencia Tricontinental y de la que fundó la Organización
Latinoamericana de Solidaridad, importantes instrumentos de la lucha
anticolonial y antimperialista en aquella década irrepetible.
Lo encontré en New York —él finalmente Presidente de Chile, yo
Embajador en la ONU— donde alzó su voz para demandar solidaridad con
su Patria sobre la que ya era evidente la conjura imperialista. Lo
visité en Santiago en momentos de tensión cuando los traidores
aceitaban sus armas y el gobierno popular debía encarar una
conspiración que amenazaba desde todas partes. Me invitó a almorzar
en la privacidad de su hogar sin otro testigo que una de sus hijas.
Posiblemente, en aquellos días angustiosos, no había en todo Chile
alguien más sereno que él. Me describió con rigurosa ecuanimidad la
muy difícil situación que enfrentaba. Con la misma calma me dijo lo
que ambos sabíamos, que lucharía hasta el final y sería fiel a sus
principios hasta el último instante.
Lo demás es parte de la historia que todos conocen. Allende nunca
fue derrotado. Nadie podía superarlo en el debate parlamentario,
ninguno de sus rivales políticos pudo vencerlo con ideas o
argumentos, nadie pudo doblegar la firmeza de sus convicciones ni
apartarlo de la total entrega a su pueblo, a los más pobres,
humildes y olvidados.
Por eso tuvieron que arrojarle las bombas y la metralla que
destruyeron La Moneda y debieron desatar el genocidio y convertir en
horrible pesadilla lo que para muchos había sido un hermoso sueño.
Ahora celebramos su Centenario en una América Latina que renace,
se sacude el pesado fardo de la explotación y el vasallaje que
sufrió durante siglos y avanza por anchas alamedas de libertad y
solidaridad. Vivimos una época nueva en la que él también vuelve a
nacer porque no hubiéramos llegado hasta aquí sin el sacrificio de
muchos como él, sin su ejemplo de abnegación y altruismo.
No hace mucho regresé a Maracay. Las estrellas sonreían dueñas de
la noche. Entonces lo llamé para decirle: Gracias Salvador. Gracias
hermano, compañero, siempre.