El jefe mambí, fue un hombre común; capaz de reír, llorar,
enojarse y amar. Se distinguió por ser buen padre y esposo. Sufrió
en su propia familia la pérdida de varios hijos; a pesar de ello,
Gómez no dejó de hacer revolución, no se desprendió de sus ideales.
En su Diario de Campaña, en cartas, notas autobiográficas y otros
escritos se describen esas virtudes. En uno de los relatos a su hija
Clemencia, en Honduras, de 1881, le cuenta los azarosos días en que
partió de Cuba después del Pacto del Zanjón: "No quise yo quedarme
en Cuba, no era decoroso para mí vivir en paz bajo la bandera que
había combatido, y tomé el camino del destierro con los harapos de
la pobreza más absoluta y mi mujer y tres niños¼
"
Cuando marcha con Martí a la Guerra de Independencia quedó para
la historia uno de los más sentidos mensajes: "Yo espero que ustedes
cuidarán con mucho cariño y dulzura de su mamá, de Clemencia, de sus
tías y de Itica. Espero que esta casa santa para todos, no se oiga
nunca un mal modo, ni una mala palabra, que se respeten unos a
otros, y que siendo su mamá, Clemencia y Margarita las reinas de
nuestra casa, el brillo de nuestros nombres y donde debe ir a parar
todo nuestro amor, es necesario, pues, que a ellas debemos rendirles
mucho respeto y consideración.
Máximo Gómez, el héroe de mil batallas, el gran estratega, el
revolucionario, el insigne guerrero, el Generalísimo, fue también un
hombre de sentimientos.
El Viejo (como también lo llamaban afectuosamente), sobrevivió a
las guerras. En medio de su campaña política en contra de la
corrupción gubernamental, murió en La Habana el 17 de junio de 1905.