Querido Comandante Fidel Castro:
Hace días la directora del periódico La Jornada me envió una
copia magnífica de esa fotografía suya donde está con las palomas en
sus hombros y cabeza. Es una foto extraordinaria y genial. Y recordé
también que estando en Cuba y asistiendo a un acto donde Usted
habló, su discurso estuvo acompañado por un coro de pajaritos
parados en uno de esos cables de la luz o alta tensión —no soy
experta en tendidos de cables— y nunca pude preguntarle si los
escuchó. Incluso en algunas grabaciones de ese discurso quedó muy
bien registrado el formidable acompañamiento de trinos, realmente
muy especiales. Y mágicos.
Tenía muchos deseos de escribirle desde estos territorios del
sur, todos algo conmocionados —algunos más que otros— y
especialmente después de haber visto andar por la calle Corrientes,
popular y mítica también, la estatua de bronce del Che, cuyo paso
hizo emocionar a muchos, como que había algo más que una
reivindicación. Me dije: ahora le escribo.
No hay nada como escuchar el lenguaje de las calles y en una
esquina había un hombre que se parecía a un duende y se secaba las
lágrimas con un pañuelo muy viejo y gastado, hasta roto. Pequeñito
era él. Le pregunté por qué lo emocionaba tanto. Me dijo "Tengo 93
años y no puedo andar mucho, pero supe que iba a pasar Ernesto por
aquí y quise saludarlo aunque se que es un símbolo esto de la
estatua, pero siempre algo anda allí".
Le pregunté de donde venía y algo de su vida, que por su aspecto
debió ser muy dura. "Vengo del norte, de por allá de Tucumán y
Santiago del Estero. Muy dura pero peleada mi vida . Desde niño
estoy peleando por lo que creo que es justo. Un hombre sólo necesita
ser justo para estar en todas las peleas por la justicia".
Había trabajado en los oficios más duros, en el campo cuando
niño, en las zafras, en naranjales, en frigoríficos luego, y
participado en varias resistencias contra los diversos golpes que
asolaron al país. Me lo dijo rápido, escueto como quien resume una
vida en dos o tres frases.
Se quedó mirando la figura de la estatua del Che hasta que se
perdió a lo lejos, sin poder hablar.
Antes de irse me tendió la mano temblorosa y gastada por esa vida
y esos trabajos y me dijo "ahora me queda pedir a San Ernesto de la
Higuera y al Che de América, que haga posible el milagro de unir a
nuestras izquierdas y a nuestra mejor gente, que parece estar sólo
preparada para desunir. Vienen tiempos duros y a los que andan
agitando banderas con el Che, digo que eso no hace a un peleador, a
un revolucionario y menos en estos tiempos. El Che necesita menos
gritos, menos camisetas y más sabiduría para los nuevos tiempos de
lucha. Estamos en tiempos en que debemos saber quién es el enemigo.
Si nos confundimos estamos perdidos. Ahora el "mandinga" anda
escondido entre muchas palabras floridas y algunos compañeritos se
nos han vuelto ciegos y caen solitos en las trampas. Lean a fondo al
Che, lean a fondo a Fidel, lean la historia, sean humanos y dignos
como ellos, les dice un viejo como yo, que tengo que dar batalla
cada día para comprar remedios baratos que debo tomar. Para comer
nomás, doy una gran pelea".
Lo miré emocionada y le dije que él hablaba muy bien. "Pobrecito
como siempre fuí, también siempre leí. Todo lo que vino a mis manos.
Eso me lo enseñó un compañero minero que andaba muy enfermo por
aquellos pagos. Me dijo: eso será tu defensa y la de otros. Y él
mismo me enseñó. Era un gran luchador. Y mire, sigo leyendo". De un
bolsillo de su saco gastado sacó varias hojas arrugadas y me mostró
las copias de varias de sus reflexiones, que un joven vecino le
alcanza siempre que puede.
Le pregunté el nombre y movió la cabeza "me llamo como se llaman
todos los que viven como yo".
Le cuento esta pequeña historia porque me pregunté si siempre
aprendemos con humildad de los que debemos aprender.
Esta historia es suya y lo abraza fuerte, con inmenso cariño y
respeto
Stella Calloni