Esta vez la brecha se vio con mayor claridad: los pobres y la FAO
misma advertían que el tiempo se acabó y que urgen las soluciones. Al
contrario, el representante de Washington y algún que otro trasnochado
aliado —del mundo rico y no tan rico—exponían los criterios del Norte,
sin la más mínima alusión a las verdaderas causas del hambre.
Quedaba entonces —entre el sabor a frustración de la mayoría y la
hipocresía de los menos—, la alternativa de hacer abortar la Cumbre o
buscar un consenso. Las reacciones del mundo pobre fueron lanzas
contra los paliativos de siempre, y exigencia a encontrar respuestas
imperecederas.
El propio director general de la FAO, Jacques Diouf, al inaugurar
la Conferencia y ante la presencia de 45 jefes de Estado o Gobierno,
unos 100 ministros y otros cientos de representantes de alto nivel,
pidió "actuar con urgencia", antes de que fuera tarde.
LA FRUSTRACIÓN
Una Declaración Final donde prevalecen las vagas promesas de
migajas financieras, no puede ser ahora la salida que tengan los
poderosos como respuesta a esta terrible crisis.
La FAO y su Director General parecían el blanco hacia donde
disparaba el representante del Imperio. Los dardos envenenados, esta
vez, iban dirigidos a restar credibilidad a la institución, como mismo
se han lanzado contra la ONU y contra todo aquello que signifique
multilateralismo y no se ajuste a los intereses de un Occidente guiado
por el unilateralismo de la hegemónica potencia del Norte.
Esta vez el tema es el hambre, ese flagelo que padecen 1 000
millones de seres humanos. Por ello, todos los líderes africanos,
latinoamericanos, asiáticos y de otras latitudes del llamado Tercer
Mundo advirtieron sobre la crisis y el posible desencadenamiento
dramático como inmediata consecuencia.
Algunos jefes de Estado, incluso, retaron a la propia FAO y a la
ONU a cambiar o dejar de ser, pero no continuar bajo la
presión, manipulación y el chantaje, a los que pretende conducirlos la
administración estadounidense.
También hubo —y hay que reconocerlo— discursos objetivos de
gobiernos occidentales que tratan de acercar sus posiciones hacia una
realidad imposible de ocultar: el hambre mata cada día, cada
minuto, cada segundo, y hay que frenar ese genocidio.
Esos fueron los dos primeros días de la Conferencia, cuando se
producían las maratónicas jornadas discursivas, mientras una comisión
trataba de elaborar un proyecto de Declaración Final acorde con la
razón para lo que fue convocada la Cumbre.
Como un árbitro no designado ni deseado, el representante
norteamericano, al que se le aliaron algunos delegados de países ricos
o no tan ricos pero pretenciosos, repasó hoja por hoja, párrafo por
párrafo, letra por letra, y fue encerrando entre corchetes todo
aquello que Washington no aceptaría.
Así se llegó a la última jornada, luego de un agotador trabajo de
los portavoces del mundo pobre, del Sur, que buscaban con
flexibilidad, la mejor frase para la designación de cada tema. Pero,
por principio, trataban de mantener en el texto las ideas reales de la
grave situación.
Ante la prepotencia de la representación de Estados Unidos y el
complot tabernero al que se unieron otros delegados europeos, e
incluso, ante los que optaron por callar como forma de consenso, la
inminencia del fracaso se veía llegar como epílogo de tan esperada
reunión.
A la hora del cierre y ante el plenario se leía la Declaración
Final de la Cumbre sobre Seguridad Alimentaria, efectos del Cambio
Climático y Bioenergía.
El momento era tenso en extremo. Algunas delegaciones levantaron su
voz para manifestar la frustración ante la falta de contenido del
documento. Otras denunciaban la manipulación e imposición de un texto
alejado de la vida y de la actualidad. Otros decidieron guardar
silencio. La mayoría apoyó a la FAO y a su Director General pero puso
objeciones a partes del contenido.
Cuba denunció a los culpables con nombres y apellidos, y llamó al
consenso, para no abortar una iniciativa loable y un reclamo
universal: el hambre necesita solución.
Así concluía una reunión tan necesaria como urgente. La próxima
cita será, quizás, cuando ya hayan sumado varios millones más los
muertos por hambre.
EPÍLOGO
Cercano
al edificio de la FAO, en medio de una constelación de historia y
cultura, está lo que fue el Coliseo Romano, levantado por el ingenio
humano en torno al año 71 de nuestra era, con capacidad para 50 000
espectadores.
Hasta allí fui a cumplir con un anhelado sueño. Con asombro miraba
aquellas estructuras circulares que por más de 500 años dieron cabida
a gladiadores que luchaban y morían en espectáculos sangrientos que
duraban hasta cien días, y complacían a los emperadores representantes
del imperio romano.
Mi pensamiento saltó de pronto en el tiempo y en la historia, y
ante mis ojos aparecieron los gladiadores de hoy, los que no luchan
para divertir a alguien, sino en el desespero de saber que el hambre
los mata por millones.
A mis oídos llegaban las palabras del día anterior en la FAO, las
expresadas por los representantes de los nuevos emperadores, los del
mundo rico, los de la administración Bush.
Recordé que los gladiadores de antaño, con sus escudos y espadas,
además de divertir sádicamente al emperador y su pléyade, buscaban en
la mayoría de los casos, que se le quitara la condena que los mantenía
como reos.
Ahora el imperio no es el romano, es el norteamericano, y en su
diversión diabólica, utiliza en guerras los miles de millones de
dólares que hacen falta para combatir el hambre.
Los de ahora parecen divertirse con las aterradoras cifras de los
millones que mueren cada año por hambre, o cada minuto por
desnutrición, o que no llegan a cumplir los cinco años de edad, debido
a enfermedades perfectamente curables.
La única coincidencia entre los que en el Coliseo de Roma se
enfrentaban a fieras o entre sí, y los que hoy mueren por hambre, es
la indiferencia cómplice, como se advirtió en la Cumbre sobre
Seguridad Alimentaria, en Roma.
Y la diferencia, en todo caso, sería aquella célebre y lapidaria
frase de los gladiadores romanos: Salve, César, los que van a morir
te saludan.
Los de hoy mueren con los estómagos vacíos y sin poder despedirse
del mundo que los vio mal vivir.