En
Febrero de 1965 había ido a Argel para una reunión con nuestros
embajadores acreditados en África y allí coincidí con el Che, que
había regresado de China para participar en el Segundo Seminario de
Solidaridad Afroasiática, al cual me invitó.
En aquel evento habló en francés, para que lo entendieran mejor:
"no hay frontera en esa lucha a muerte, no podemos permanecer
indiferentes a lo que ocurre en cualquier parte del mundo; una
victoria de cualquier país sobre el Imperialismo es una victoria
nuestra, así como la derrota de una nación cualquiera es una derrota
para todos".
Y aquella voz de América, habría de exponer de un tirón, como quien
anda de prisa, sin desesperación, análisis y definiciones que
estremecieron aquel auditorio y tendrían enorme repercusión en el
movimiento progresista internacional.
El Che veía aquel seminario con sumo interés por su agenda y porque
tendría ocasión para dialogar y hermanarse con sus compañeros
representantes de aquellas tierras, que sentía como suyas. Preparó su
discurso con esmerada dedicación, y era que Cuba, como dijera al
iniciar sus palabras, venía a "elevar por sí sola la voz de los
pueblos de América".
Martilló aquella sala unida a sus palabras por un novedoso ideario.
Fijó nuevas reglas políticas, económicas y sociales, donde aseveró
"¼ deben ponerse en tensión las fuerzas de los países subdesarrollados
y tomar firmemente la ruta de la construcción de una sociedad nueva
—póngasele el nombre que se le ponga— donde la máquina, instrumento de
trabajo, no sea instrumento de explotación del hombre por el hombre".
Esbozó de sus ideas un mundo nuevo, que surgiría de unas más
honestas relaciones entre los países. Un mundo por el que se podría
estar dispuesto a entregar la vida. Ese mundo por fraguar y del que él
es precursor.
Sus palabras en el Segundo Seminario Económico de Argel se
sembraron, y hoy sedimentan con su pensamiento y acción, su vida y su
muerte, la ideología y la práctica de los revolucionarios más
avanzados.
En esos días realizó una activa y revolucionaria diplomacia. Hizo
tiempo para reunirse con los embajadores cubanos allí presentes. A
cada uno le describió las características de su trabajo, les mostró
aciertos y debilidades y señaló funciones que debían mejorarse o
emprenderse. Se refirió a la necesidad de vincular periódicamente a
los diplomáticos con la producción directa. Fustigó, estimuló y
fortaleció; en una palabra: educó.
También fueron frecuentes sus entrevistas con dirigentes argelinos.
Recorrió las calles de Argel como un ciudadano común y en más de una
ocasión utilizó taxis para trasladarse.
Ante esos hechos que creíamos riesgosos para su persona, y saber a
ciencia cierta cómo decirle nuestra preocupación, se me ocurrió
entrarle de forma indirecta y, con alguna ironía comentarle que por lo
visto Argelia había alcanzado una estabilidad política superior a la
nuestra, y que allí existía más seguridad para él que en La Habana.
Me miró extrañado y antes de que hiciera una acotación, le aclaré:
—"aquí lo vemos utilizar automóvil de alquiler y andar
completamente solo, lo que en Cuba no hace". Cambió su expresión y
con su peculiar reticencia, comentó: "los que pudieran querer hacer
algo no tienen condiciones propicias y los que pueden hacerlo, no creo
que tengan interés". Pienso que se refería a los norteamericanos y
a los franceses.
Durante esos días, visitó poblaciones y centros petrolíferos,
confraternizó con los hombres del desierto y tomó con ellos su
apreciada y sabrosa leche de camella. No perdió ocasión para dar o
recibir experiencia y fijar ideas.
De Argelia salió para la República Árabe Unida, acompañado por José
Manuel Manresa, su Jefe de Despacho, y por mí. Me había hecho el
propósito de ser lo más útil posible, estar siempre atento y evitar
que sus exigencias e ironías (que las tenía) tuvieran motivos en
nuestro proceder, lo que lamentablemente sucedió más pronto de lo que
pude imaginarme, ya que al llegar al aeropuerto de Argel me vio que
llevaba en una mano el portafolios y el sobretodo y en la otra un
maletín. Airado, me dijo: "¿qué manera de viajar es esa, cómo rayos
tienes las dos manos ocupadas?"; "es para evitar el exceso de
equipaje, respondí. "Así no es la cosa, hay que llevar el peso
reglamentario y viajar correctamente". Al minuto habíamos salvado
la situación y embarcado el maletín con el resto de las maletas sin
necesidad de pagar exceso. Al poco rato me miró con otra expresión en
el rostro "¿qué, resolviste?, ya ves", dijo irónicamente,
"ahora, como buen diplomático, podrás darles la mano sin dificultad a
tus colegas en El Cairo".
Al montar al avión una de las aeromozas, bella exponente de mujer
egipcia, se vio ganada por la figura del Che, que vestía su habitual
uniforme militar de campaña y al que trató de buscarle conversación,
ofreciéndole candela cuando iba a encender un tabaco, lo que el Che
aceptó, no de buen talante, aunque sin dejar de ser amable.
Esa escena, con sus variantes, volvió a repetirse, ya que la nave
que nos conducía hizo varias paradas en las cuales el Che dejaba
apagado el tabaco en el cenicero del asiento, mientras permanecíamos
en tierra, para luego encenderlo nuevamente, al tomar altura el avión.
En una ocasión posterior, el Che muy cortésmente no permitió la
gentileza de la aeromoza, que ofrecía encenderle el tabaco y le
explicaba, ante su afable insistencia, que se lo impedía su religión.
La muchacha, con femenina curiosidad, le preguntó cuál era esa
religión. "El marximo leninismo", respondió el Comandante,
seguido de un corto diálogo sobre el socialismo, Cuba y la República
Árabe Unida. La muchacha, si no convencida, parecía complacida.
En El Cairo desplegó una intensa actividad. Con Nasser y los
principales dirigentes egipcios intercambió impresiones; dialogó con
representantes de movimientos revolucionarios; visitó embajadores
acreditados allí; conversó con científicos, periodistas, escritores;
sostuvo reuniones por separado y en grupo. (Andando el tiempo he
tenido la idea de que en alguno de esos encuentros el Che preparaba su
incorporación a la lucha liberadora en África).
Fue hasta Luxor, junto al Nilo. Visitó distintas fábricas y dos
centrales azucareros. En uno de ellos el recibimiento fue
extraordinario, se repetían las exclamaciones de vivas a Fidel, Nasser,
Cuba, el Che. Se le veía satisfecho del cariño de los trabajadores.
Vimos cortar caña bajo un sol abrasador, sin camisas y con los pies
descalzos. Y nos habló del esfuerzo de aquellos macheteros y de los
nuestros, del trabajo salvaje que es el corte de la caña y de la
necesidad de la mecanización.
Se recreó y dio vuelos a su imaginación ante las ruinas
antiquísimas de aquellos parajes, en donde vimos la tumba de
Tutankamen.
Permaneció todo un día con el Presidente Nasser, y lo acompañó
durante un acto de su campaña electoral presidencial, en el que fue
invitado a hablar.
Me viene a la mente una de aquellas noches, o mejor, madrugada,
cuando nos encontrábamos en un hotel del desierto y paseábamos
alrededor, haciendo tiempo para buscar el sueño. El Che hablaba con
ternura y a la vez con rigor en los conceptos, de sus seres más
allegados: de Aleida, de sus hijos, el último de los cuales había
nacido por esos días y aún no conocía; de Fidel, al que ponderaba
algunos rasgos de su grandeza, la condición de dirigente y estadista,
su visión, su sentido de la táctica y la estrategia, su genio militar.
Se notaba a flor de piel que lo quería y admiraba entrañablemente.
Recibió múltiples regalos, los cuales enseguida entregaba más
adelante; es que no los veía como cosa personal. Solamente le vimos
encariñarse con uno de ellos, un soberbio gajo repleto de higos que
recibió en el desierto y lo trajo personalmente y a mano hasta Cuba,
para Fidel. Cuidaba celosamente que nada se despilfarrara, no
importaba lo que fuese.
De El Cairo salió para La Habana, vía Praga. En el aeropuerto de
Shanon, Irlanda, permaneció dos días por desperfectos en el avión. Por
su iniciativa fuimos una noche hasta el pueblo de Shanon en busca de
una película de cowboys, que no encontramos, junto a Osmany Cienfuegos
y Roberto Fernández Retamar, que también habían tomado el avión en
Praga.
Un poco por curiosidad y un poco para matar el tiempo entramos en
una taberna y pedimos una jarra de cerveza para cada uno. La mía,
cuando todavía estaba casi llena, por un descuido, se la derramé
encima. Se sonrió, soltó una ironía y después de algunos comentarios
sobre el incidente, sazonados por Osmany, pidió otra jarra para que no
me quedara sin tomar cerveza.
Durante las largas horas de regreso a La Habana, en coloquio
conmigo mismo, por la lectura que hice durante el vuelo de la carta al
director del semanario Marcha, de Montevideo, escrito que había
redactado en aquel viaje y que hoy conocemos por "El Socialismo y el
hombre en Cuba" y por la vivencia de aquellos momentos en su compañía,
me percaté de que había entrado, más concientemente en el conocimiento
de un hombre distinto, en apariencia difícil y a la vez sencillo,
audaz y también algo tímido.
Enemigo de todo convencionalismo, de fina educación, que sabía ser
protocolar cuando se lo proponía. De una voluntad de granito, de
carácter férreo y de sentimientos genuinamente humanos. De un hombre
que, sencillamente, era lo que se había impuesto ser: un beligerante
por el imperio de la justicia, que se dolía y rebelaba con el dolor en
cuerpo ajeno. Que todo lo que proclamaba tenía el mismo punto de
partida: la exigencia rigurosa consigo mismo. De una austeridad
desconcertante. Viéndole de cerca se sabía por qué se le admiraba y,
entonces, se le quería para siempre por encima de cualquier
circunstancia.