El Museo Nacional de Bellas Artes reúne, desde este mes en la
sala de exposiciones transitorias del Edificio de Arte Cubano, una
selección de obras plasmadas por artistas que de manera consistente
y para nada esporádica legaron textos literarios significativos. No
son, valga la aclaración, pintores que algún día mostraron interés
por la escritura ni escritores que incursionaron en el dibujo y la
pintura compulsados por una peregrina afición.
Se trata, como certeramente apuntó en el plegable de presentación
la notable historiadora de arte y crítica Adelaida de Juan, de
mostrar piezas que "se sostienen como obras en sí y fueron
realizadas a lo largo de un siglo" y poner de relieve "una escogida
significativa de la doble línea creadora en que han trabajado
algunos escritores y pintores cubanos".
Como punto de partida se nos presenta a la poetisa Juana Borrero
(1877 – 1896), aquella muchacha descrita por Julián del Casal del
siguiente modo: "Tez de ámbar, labios rojos / pupilas de terciopelo
/ que más que el azul del cielo / ven del mundo los abrojos". Sus
Retrato de Doña Crucecita y El trovador sugieren una
sensibilidad entrenada para aportar matices psicológicos.
A Carlos Enríquez, uno de los indiscutibles maestros de la
vanguardia y artista cuya influencia se ha hecho visible en el
tiempo, le acompañan aquí fragmentos de una muy apreciable novela
suya, Tilín García, que arroja una fuerza verbal también
presente en sus poderosas composiciones plásticas.
Para el espectador que trata de hilvanar las líneas conductoras
de la evolución pictórica cubana del siglo XX, le resultará
asombroso descubrir en Arístides Fernández a un pintor de depurado
oficio y sutil indagación. Quien fue uno de los tempranos maestros
del cuento moderno en nuestras letras legó una obra plástica en la
que sobresalen piezas como las expuestas en Bellas Artes.
Exponente decisivo de la vanguardia, Marcelo Pogolotti nos
recuerda cómo puede articularse la vocación social con la
inspiración innovativa, en piezas como Fuerza de trabajo. Y
si se quiere tener un fresco de la vida social y cultural cubana de
la primera mitad del siglo pasado, es imprescindible repasar las
páginas del testimonio Del barro y las voces.
Valorado como uno de los maestros del expresionismo abstracto
—las dos telas expuestas en Bellas Artes así lo confirman—, Julio
Girona encontró tardíamente en la literatura un vehículo de
reflexión y elaboración artística.
Pintores y poetas fueron con igual altura Fayad Jamís y Samuel
Feijóo, de expresiones de gran intensidad en ambas zonas de la
creación, Ese mismo rango se mantiene en el quehacer, todavía muy
activo, de Pedro de Oráa, uno de nuestros mejores abstractos.
Otra mujer irrumpe en la muestra: Cleva Solís. A once años de su
desaparición todavía le debemos mayor jerarquía tanto en la poética
—donde acriolló el decir de Rilke— como en lo pictórico, terreno en
el que un aire de lírico misterio vela sus composiciones.
El maestro Adigio Benítez ocupa el lugar que merece una obra
pródiga en hallazgos y siempre transida de renovaciones. Aquí se
presentan piezas de la serie Soldadores, de estilizadas
neoifiguraciones de linaje geométrico. Sería bueno revisar su para
nada desdeñable obra poética.
Requerido de una mirada mucho más detenida se halla el paso de
Miguel Collazo por la pintura. Gracias al aporte de su viuda, la
actriz Xiomara Palacios, se aprecian en la exposición dos óleos
suyos, que en gran medida se relacionan con un mundo literario
nutrido por visiones fantásticas e imágenes sorpresivas en la
ficción.
Por último, mas por ello no menos importante, aparece Felipe
Orlando, un ser que itineró durante el siglo pasado entre su Cuba
natal, México, Estados Unidos y España, y que escribió la novela
El perro petrificado. Con la visión de su Doble retrato,
de 1943, el espectador recibe una lección de sobriedad figurativa.