Nada sagrado hubo para aquella satrapía grotesca a la vez que
trágica. La vida dejó de tener valor tanto en lo físico como en lo
moral; la libertad fue sistemáticamente violada; la dignidad de la
persona escarnecida. El déspota y su camarilla actuaban como si la
República fuese un feudo y ellos los señores de horca y cuchillo que
tenían bajo su bota al pueblo.
Durante dos años inacabables la censura impidió que se
proclamasen urbi et orbi aquellos horrores. Había que leer
las hojas clandestinas de la Revolución o escuchar las transmisiones
de la Radio Rebelde, que llegaron a ser el evangelio cotidiano de la
ciudadanía, para estar al tanto de los bárbaros métodos de represión
puestos en práctica por el batistato con objeto de sostenerse a todo
trance en el poder. Ahora las pruebas y los testimonios durante ese
tiempo acumulados están a la vista de todos. Porque es inútil tratar
de encubrir el crimen. Las heridas de los mártires son como voces
que denuncian aquella salvajada y claman justicia. Ahí están los
muertos enterrados sin identificación y cuyos restos aparecen ahora
revueltos con la tierra en fosas improvisadas; ahí están los
torturados que muestran en sus cuerpos las huellas del suplicio a
que fueron sometidos; ahí están los vejados y apaleados por la
policía política del tirano; ahí están los que tuvieron que
desterrarse para no morir en las garras de los esbirros; ahí están
los despojados, los humillados, los vilipendiados, los perseguidos
en ellos y en sus familias porque osaban desear para su Patria una
vida libre, justa y decorosa. Mientras el dictador y su clan
saqueaban el tesoro y se repartían la Isla como una heredad propia,
los matarifes a su servicio se dedicaban, con refinamiento, con
sevicia, a torturar y a matar. Era la más perfecta combinación de
robo y asesinato que ha conocido la República.
Es increíble que la bestia humana pueda llegar a esos extremos de
crueldad. Ni el lobo ni el chacal muestran tanta fiereza como el
hombre cuando a este lo ciegan la ambición y la codicia. Tal fue el
caso de Batista. Había tomado el poder el 10 de marzo de 1952 por
asalto, con el único y exclusivo propósito de entrar a saco en la
hacienda pública, de amasar millones a través de los más turbios
negocios, aunque ello implicase matar a miles de cubanos, arruinar a
la nación y sembrar el caos. Pocas veces en la historia se ha dado
un caso tan notorio de insolencia y maldad.
La literatura de la Segunda Guerra Mundial está llena de páginas
espeluznantes. Se narran en ellas las atrocidades cometidas por los
cuerpos de represión de Hitler. Los campos de concentración con sus
cámaras de tormento, con sus experimentos infrahumanos, han quedado
para siempre grabados en la conciencia de la humanidad como una
demostración de lo que es capaz de hacer un vesánico para satisfacer
sus ansias delirantes de dominación mundial.
Pues bien, los cubanos no tenemos por qué asombrarnos, de Dachau
y de Lídice. También aquí se padecieron esos horrores. También aquí
hubo asesinatos en masa, delaciones, torturas, persecuciones
sistemáticas, vejamen a la dignidad humana. Y es que formas de
gobierno análogas engendran métodos semejantes. En Cuba había
implantado Batista un régimen totalitario a imagen y semejanza del
hitleriano. Yuguló la voluntad popular, hizo trizas la Constitución,
convirtió al Poder Legislativo y al Poder Judicial en instrumentos
dóciles de su gobierno, burló al pueblo en dos simulacros de
elecciones y se rió grotescamente de todos los esfuerzos que cubanos
de buena voluntad hicieron reiteradas veces para hallarle un
desenlace sin sangre al drama nacional. No se puede subyugar a un
pueblo que ama la libertad como no sea sembrándolo de cadáveres.
Batista no vaciló en hacerlo. La vida de sus compatriotas no valía
nada en comparación con su empecinada voluntad de poder. Se propuso
exprimir la República, sacarle todo su rendimiento en provecho
propio y no titubeó ante nada con tal de realizar sus designios.
Jamás se había adueñado de la gobernación del país un momento de
menos escrúpulos ni de mayor crueldad.
Durante siete años ha padecido Cuba este azote. Las imágenes de
ese septenio desfilan como una pesadilla ante nuestros ojos. Todo
eso es verdad, aunque parezca mentira. Todo eso ha pasado en una
tierra que tiene justa fama de risueña, de civilizada, de amable.
Los cubanos llegamos a perder hasta nuestro tradicional buen humor,
ya no era necesario que los comités de Resistencia Cívica
aconsejasen al pueblo que se abstuviese de toda diversión mientras
la juventud se inmolaba en la manigua.
El pueblo espontáneamente se retraía porque experimentaba muy en
lo hondo el luto de tantos hogares, porque la angustia de la Patria
era su propia angustia. Las tiranías prolongadas modifican la faz de
las naciones; lo que no pueden modificar, lo que permanece intacto a
despecho de todas las represiones deformadoras, es el heroísmo que
vibra en la entraña del pueblo. Con él no contó Batista. Fue ese
heroísmo, personificado en la Sierra Maestra y en las montañas del
Escambray, el que salvó a Cuba.
Esto nos conforta en medio del desolado panorama que el
despotismo ha dejado como toda herencia a las nuevas generaciones.
El heroísmo y el espíritu de sacrificio demostrados en la lucha
tienen que prolongarse y perseverar en la paz. Como muy bien ha
dicho Fidel Castro, es ahora cuando empieza la etapa más difícil de
la Revolución, la etapa constructiva. Porque la Revolución no es
algarada ni mucho menos anarquía. La revolución es un orden nuevo,
un orden más justo, más humano, más digno, que todos estamos en la
obligación de propiciar y mantener. Si queremos emular a los héroes
de la guerra y hacernos dignos de los mártires que dieron su vida
por la libertad, estamos en el deber imperioso de colaborar a la
obra de la reconstrucción nacional sin esperar recompensa alguna,
como un compromiso sagrado para con la Patria.
El pasado ha quedado atrás con todo su horror. Frente a él no
cabe hablar de venganza, pero sí de justicia. Hay que hacer un
escarmiento para que ese pasado no vuelva, para que esas estampas de
crimen y latrocinio no empañen nuevamente nuestra historia. Esa es
una tarea que la Revolución está llevando a cabo y a la cual deberá
dar término cuanto antes con espíritu justiciero, serena y
elevadamente. Y cuando ese capítulo se cierre, a emprender todos la
obra ingente de levantar otra vez la Patria sobre las ruinas del
despotismo y de crear en el país un ambiente tal de democracia, de
libertad y de justicia que jamás pueda germinar en el suelo generoso
de la República la mala semilla sembrada a voleo por Batista y sus
congéneres.
Algunos datos de la Cuba que dejó el tirano Fulgencio Batista
En 1958, el 8% de los propietarios poseían más del 70% de las
tierras, incluidos los latifundistas yankis.
Al triunfar, la Revolución encontró una deuda exterior ascendente
a 788 millones de dólares. Una balanza comercial desfavorable con
Estados Unidos que alcanzaba a 603,4 millones de dólares.
Esta crisis permanente de la economía cubana se reflejaba en los
549 000 desocupados de una fuerza de trabajo calculada en dos
millones 204 mil. Las cifras de desocupados son mayores si se
contabilizan los desocupados transitoriamente, así como aquellos que
desempeñaban trabajos ocasionales a destajo, como es el caso de
cerca de 700 000 trabajadores eventuales azucareros que pasaban
hambre y miseria durante el terrible "tiempo muerto", al trabajar
escasamente tres meses durante la zafra azucarera.
En 1958, la población cubana ascendía a 6 millones 547 mil
habitantes. El gasto público de la seguridad social de ese año fue
de 114,7 millones (hoy, con las últimas decisiones, es de más de
4 500 millones).
En 1958 prestaban servicios en la Salud Pública 8 209
trabajadores (ahora pasan de 500 000) y el gasto público, por
concepto de Salud Pública, era de 22,7 millones de pesos (hoy,
ese es el gasto de un municipio promedio). Un solo indicador: la
tasa de mortalidad infantil era superior a 60 niños muertos por cada
1 000 nacidos vivos (ahora con casi el doble de población es de
5,3). La expectativa de vida no pasaba de 55 años (ahora, es
de 77 en los hombres y 78 años en las mujeres).
En 1958, había dos millones de analfabetos y semianalfabetos, un
tercio de los pobladores de entonces. La población mayor de 15 años
tenía un nivel educacional promedio inferior a 3 grados. Solo el 15%
de los jóvenes entre 15 y 19 años recibían algún tipo de educación.
Más de 600 000 niños estaban sin escuelas. El gasto público por
concepto de Educación era de 77 millones de pesos (eso es lo que
gasta hoy un municipio promedio).