Nada
nuevo digo al afirmar que el ejercicio más arriesgado de la
programación dramática de la TV Cubana siempre resulta aquel donde
la ficción trata de apresar las coordenadas de la realidad
contemporánea.
La Cuba que es y no es, contradictoria y desafiante, en perpetuo
movimiento, se nos ha presentado, en los últimos tiempos, esquiva en
la pantalla doméstica, unas veces por defecto, otras por exceso,
lastrada en ocasiones por pretensiones sociológicas generalizadoras
o menguada por concesiones populistas.
Esto,
por suerte, no parecía ser el caso de Historias de fuego, la
telenovela de turno en Cubavisión. Un segmento de la Isla debió
asomar desde una perspectiva particular: la mirada interior hacia un
destacamento de bomberos, esos héroes que solo recordamos cuando la
sirena hiere los oídos y nos preguntamos cuáles vidas salvarán o qué
bienes protegerán de un desastre casi siempre provocado por la
irresponsabilidad.
Sin embargo el peso de las subtramas —necesarias, por demás, en
una propuesta dramática seriada de larga duración— no solo amenaza
con alterar por momentos la ecuación, sino también pecan por
abarcadoras, sociologizantes y generalizadoras, como si los
guionistas tuvieran la obligación de tomarle todo el peso a los
avatares de las cubanas y cubanos del medio urbano de hoy.
Otros motivos apuntan, además, al alto riesgo. Porque en la
relación entre el reflejo épico de los caracteres y las
circunstancias en que transcurren sus vidas se corre el peligro de
trazar esquemas, desvirtuar perfiles psicológicos, desbordar
virtudes y amanerar la cotidianeidad.
Tales escollos no siempre se sortean en Historias de fuego.
El primer atentado contra la verosimilitud lo sufrimos en el mismo
primer capítulo, con el insólito manejo del conflicto familiar
desatado en torno a la posibilidad de que un médico vaya a cumplir
misión internacionalista en Sudáfrica, y el último, el pasado lunes
cuando los afanes arribistas de la secretaria Leticia fueron
calzados mediante la burda estratagema de encerrarse en un sanitario
con el señor Jaume en una situación más próxima a la astracanada que
al humor popular.
Al menos el eje central permanece incólume: el drama profesional,
ético y vivencial del teniente coronel Aniceto (cuidadosamente
matizado por el desempeño decisivo de Rubén Breña) que se contrapone
al proceso de iniciación de los jóvenes bajo su mando. La densidad
dramática que permea la relación entre el veterano bombero y su
esposa (otra vez Alina Rodríguez con pleno dominio de sus
instrumentos expresivos), a pesar de que por la duración de la serie
se nos presenta exacerbada vale por toda la novela, junto a la
variante más original, el ímpetu de esa joven oficial (Ketty de la
Iglesia exigiéndose a sí misma contención y credibilidad) que aspira
a más en un medio tradicionalmente masculino.
Honestamente, esperaba menos convenciones y más atrevimiento en
dos guionistas jóvenes como Serguei Svoboda y Felipe Espinet. La
dirección de Nohemí Cartaya apenas rebasa la medianía funcional, con
cuentas pendientes en el control de la calidad del sonido y el tono
actoral de ciertas escenas donde el sabor popular se desliza hacia
el cliché vernáculo.
Los bomberos siguen esperando su novela.