El pacto, que garantiza el alto al fuego inmediato y el
despliegue de tropas de paz de la ONU en el área, además de conceder
la amnistía a los rebeldes y las milicias firmantes, fue auspiciado
por la Unión Europea y Estados Unidos, para los que la pacificación
significaría limpiar de sangre y lodo sus intereses económicos en la
zona.
En Goma, capital de la provincia de Kivu Norte, escenario de la
intensificación de los combates en meses recientes, se reunieron en
torno a la mesa de negociaciones representantes del gobierno de
Joseph Kabila, del Congreso Nacional de la Defensa del Pueblo,
liderado por el general sedicioso Laurent Nkunda, y otros grupos
insurgentes de la región oriental del país, que entre actitudes de
confrontación y diálogo, dieron las primeras puntadas al conflicto
congolés.
En el 2002 terminaba oficialmente la guerra en el este de la
nación centroafricana, que dejó un saldo de al menos cinco millones
de víctimas mortales e involucró en el conflicto fronterizo a los
vecinos Angola, Zimbawe y Namibia del lado de la RDC, y del otro a
Ruanda, Burundi y Uganda. Desde entonces, grupos rebeldes armados
engrosan esa cifra de muertos, dosificando saqueos, matanzas y
violaciones en la zona, donde superaron a las Fuerzas Armadas
congolesas, a pesar del "apoyo logístico y estratégico" de la Misión
de Observación de la ONU en la RDC (MONUC), con 17 000 cascos azules
desplazados en el área.
Nkunda, a quien se le imputan crímenes de lesa humanidad, el
reclutamiento de niños entre ellos, y que pertenece a la etnia
banyamulengue (tutsi congolés), se rebeló en el 2004 contra las
autoridades de Kinshasa, tras acusar al ejército de utilizar
milicias hutus ruandesas, conocidas como interahanwe o "los que
atacan juntos", para asolar las al-deas tutsi de la región, cuya
población alcanza los 200 000 habitantes.
Fueron los interahanwe, junto a milicias ruandesas, los
responsables de la masacre de 800 000 miembros de las etnias tutsis
y hutus moderados en su territorio, en 1994, y, tras el genocidio,
huyeron al este del Congo.
La demanda de Nkunda: repatriar a las Fuerzas Democráticas para
la Liberación de Ruanda —ausentes de las conversaciones de paz—,
conformadas por los interahanwe junto a otros grupos armados,
integrados en su mayoría por hutus de origen ruandés, se erige como
principal óbice para la concreción del acuerdo.
Mientras, los miembros de ambas etnias sufren la crisis
humanitaria desencadenada por el éxodo masivo desde Kivu Norte y
Kivu Sur, que en el 2007 ascendió a medio millón de personas. Los
desplazados abandonan sus hogares, huyendo del recrudecimiento de la
violencia en esas zonas, para encontrar la muerte entre el
hacinamiento y las epidemias de los campos de refugiados.
Alrededor de 45 000 personas perecen mensualmente en el Congo,
según un informe de la organización humanitaria International Rescue
Committee, víctimas de enfermedades prevenibles y curables, ajenos a
la "buena voluntad" de la Unión Europea, que donó a destiempo 150
millones de dólares para la "reconstrucción regional" y que, según
EFE, "ha invertido 300 millones de euros en diversos programas de
ayuda humanitaria y desarrollo de la infraestructura".
Tras años de indiferencia con su genocidio cotidiano, el Congo
llama hoy la atención de Occidente, en especial de Europa, la misma
que ahogó sus identidades tribales en el "colonialismo modelo" y que
no pierde oportunidad para aparecer, sin culpas, como matrona
dadivosa a los ojos del mundo.
Pese al entusiasmo occidental, que los analistas se encargan de
espolear, las palabras de Kabila, presidente de la nación africana,
durante la ceremonia de cierre de la Conferencia de Paz, Seguridad y
Desarrollo, advierten sobre la naturaleza quebradiza de la
tranquilidad prometida, en un territorio donde tentativas anteriores
de pacificación colapsaron a tiros y machetazos:
"Este no es el final de nuestros problemas. Un nuevo desafío se
alza entre nosotros, un desafío más grande y más difícil que el de
ayer: el desafío de la implementación".