Acuerdo de paz en el Congo

El desafío de la implementación

AIDA CALVIAC MORA

Por estos días Occidente se vuelve satisfecho hacia el África profunda, donde la firma de un acuerdo de paz entre el Gobierno de la República Democrática del Congo (RDC) y grupos rebeldes del este del país podría convertirse en la anhelada solución política a la violencia enquistada en esa región.

Medio millón de congoleses abarrotaron los campos de refugiados durante el 2007.

El pacto, que garantiza el alto al fuego inmediato y el despliegue de tropas de paz de la ONU en el área, además de conceder la amnistía a los rebeldes y las milicias firmantes, fue auspiciado por la Unión Europea y Estados Unidos, para los que la pacificación significaría limpiar de sangre y lodo sus intereses económicos en la zona.

En Goma, capital de la provincia de Kivu Norte, escenario de la intensificación de los combates en meses recientes, se reunieron en torno a la mesa de negociaciones representantes del gobierno de Joseph Kabila, del Congreso Nacional de la Defensa del Pueblo, liderado por el general sedicioso Laurent Nkunda, y otros grupos insurgentes de la región oriental del país, que entre actitudes de confrontación y diálogo, dieron las primeras puntadas al conflicto congolés.

En el 2002 terminaba oficialmente la guerra en el este de la nación centroafricana, que dejó un saldo de al menos cinco millones de víctimas mortales e involucró en el conflicto fronterizo a los vecinos Angola, Zimbawe y Namibia del lado de la RDC, y del otro a Ruanda, Burundi y Uganda. Desde entonces, grupos rebeldes armados engrosan esa cifra de muertos, dosificando saqueos, matanzas y violaciones en la zona, donde superaron a las Fuerzas Armadas congolesas, a pesar del "apoyo logístico y estratégico" de la Misión de Observación de la ONU en la RDC (MONUC), con 17 000 cascos azules desplazados en el área.

Nkunda, a quien se le imputan crímenes de lesa humanidad, el reclutamiento de niños entre ellos, y que pertenece a la etnia banyamulengue (tutsi congolés), se rebeló en el 2004 contra las autoridades de Kinshasa, tras acusar al ejército de utilizar milicias hutus ruandesas, conocidas como interahanwe o "los que atacan juntos", para asolar las al-deas tutsi de la región, cuya población alcanza los 200 000 habitantes.

Fueron los interahanwe, junto a milicias ruandesas, los responsables de la masacre de 800 000 miembros de las etnias tutsis y hutus moderados en su territorio, en 1994, y, tras el genocidio, huyeron al este del Congo.

La demanda de Nkunda: repatriar a las Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda —ausentes de las conversaciones de paz—, conformadas por los interahanwe junto a otros grupos armados, integrados en su mayoría por hutus de origen ruandés, se erige como principal óbice para la concreción del acuerdo.

Mientras, los miembros de ambas etnias sufren la crisis humanitaria desencadenada por el éxodo masivo desde Kivu Norte y Kivu Sur, que en el 2007 ascendió a medio millón de personas. Los desplazados abandonan sus hogares, huyendo del recrudecimiento de la violencia en esas zonas, para encontrar la muerte entre el hacinamiento y las epidemias de los campos de refugiados.

Alrededor de 45 000 personas perecen mensualmente en el Congo, según un informe de la organización humanitaria International Rescue Committee, víctimas de enfermedades prevenibles y curables, ajenos a la "buena voluntad" de la Unión Europea, que donó a destiempo 150 millones de dólares para la "reconstrucción regional" y que, según EFE, "ha invertido 300 millones de euros en diversos programas de ayuda humanitaria y desarrollo de la infraestructura".

Tras años de indiferencia con su genocidio cotidiano, el Congo llama hoy la atención de Occidente, en especial de Europa, la misma que ahogó sus identidades tribales en el "colonialismo modelo" y que no pierde oportunidad para aparecer, sin culpas, como matrona dadivosa a los ojos del mundo.

Pese al entusiasmo occidental, que los analistas se encargan de espolear, las palabras de Kabila, presidente de la nación africana, durante la ceremonia de cierre de la Conferencia de Paz, Seguridad y Desarrollo, advierten sobre la naturaleza quebradiza de la tranquilidad prometida, en un territorio donde tentativas anteriores de pacificación colapsaron a tiros y machetazos:

"Este no es el final de nuestros problemas. Un nuevo desafío se alza entre nosotros, un desafío más grande y más difícil que el de ayer: el desafío de la implementación".

 

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