Los
verdaderos grandes músicos suelen ser generosos. Anteponen su vocación
de entrega a los capiteles dorados de la fama. Gidon Kremer pertenece
a esa raza. Tiene que saber, porque se conoce a sí mismo, de su
talento desbordado, pero no lo cultiva para su propio esplendor, sino
como manera de repartir riqueza a los demás.
Este demiurgo letón, cuyo liderazgo al frente de la Kremerata
Báltica se hace sentir en términos estéticos y éticos, protagonizó en
la noche del jueves una velada que quedará en los anales de la vida
musical cubana de nuestros días.
Quienes asistimos al teatro Amadeo Roldán, disfrutamos a un
violinista excepcionalmente cultivado y comunicativo, a un virtuoso
que reniega del narcisismo técnico para instalarse en el territorio de
la intencionada expresividad, a un diseñador de atmósferas, a un
conductor exigente y a la vez participativo, y a un artista de mente
rigurosa y al mismo tiempo abierta.
No puede ser de otro modo alguien que conscientemente quiere, como
ha dicho, "estar en la vanguardia de la lucha contra la polución
musical del mundo, que con mucha frecuencia se vuelve víctima de las
políticas orientadas por el mercado. (¼ )
La Kremerata Báltica y yo mismo tratamos de mantenernos en los valores
reales y no deslizarnos en la superficie de la música. Nadar en lo más
profundo sigue siendo nuestra meta al escoger las piezas correctas y
tratando de ofrecer interpretaciones, en lugar de imitaciones, de
grandes partituras".
El Páter noster, de Luigi María Cherubini (1760 – 1842) fue un
buen comienzo, una presentación de estilo. Conocido por las óperas y
su música religiosa, consigue aquí una pieza de cámara en la que se
respira la nostalgia espiritual de un autor que veía y se descolocaba
ante el aluvión de cambios de su época. Fineza y equilibrio sonoro
quizá sean las mejores palabras para describir el paso de la partitura
por el arco de Kremer y sus acompañantes.
La audición de Silent prayer, con la que Giya Kancheli
(Tbilisi, 1935) rindió homenaje al gran cellista Mstislav Rostropovich
en el 80 aniversario de su nacimiento y el propio Kremer en su
sexagésimo cumpleaños, nos dio la oportunidad de acercarnos a la
visión estética de quien es considerado como el compositor georgiano
más importante de las últimas décadas. Con pasajes sobrecogedores por
la explotación dramática de largos períodos y sutiles melodías, casi
interjecciones, matizadas por una voz grabada que salía como del fondo
de una cripta, pareció por momentos excesivamente dilatada. Al
escuchar la partitura, recordé algo que dijo el célebre músico ruso
Rodino Schedrin sobre Kancheli: "Es un asceta con temperamento
maximalista". Eso sí, es una obra a la medida del virtuosismo de
Kremer, mucho más favorecido como solista que su joven y brillante
colega, la cellista Giedre Darvanauskaite.
Toda la potencia musical y la fuerza interpretativa de la Kremerata
se desató en la Sinfonía de cámara en Do menor, de Dimitri
Shostakovich, que no es más que la versión orquestal de Abram
Stasevich del célebre Cuarteto de cuerdas no. 8 en Do menor op. 110,
compuesto por el maestro entre el 12 y el 14 de julio de 1960: obra de
tintes elegíacos y sombríos.
El ambiente sonoro del concierto dio un giro de 180 grados con la
suite Punta del Este, de Astor Piazzolla, instrumentada por uno
de los solistas, el vibrafonista Andrei Pushkarev. Y entonces fue el
momento del ingenio volcado para descubrir una nueva dimensión del
harto elocuente revolucionario discurso tanguero del maestro del
bandoneón, quien se hizo también presente en uno de los encores
sumamente aplaudidos de la jornada.