Nadar en lo más profundo

Triunfa la filosofía musical de Gidon Kremer en su concierto habanero con la Kremerata Báltica

PEDRO DE LA HOZ
pedro.hg@granma.cip.cu

Foto: YORDANKA ALMAGUERLos verdaderos grandes músicos suelen ser generosos. Anteponen su vocación de entrega a los capiteles dorados de la fama. Gidon Kremer pertenece a esa raza. Tiene que saber, porque se conoce a sí mismo, de su talento desbordado, pero no lo cultiva para su propio esplendor, sino como manera de repartir riqueza a los demás.

Este demiurgo letón, cuyo liderazgo al frente de la Kremerata Báltica se hace sentir en términos estéticos y éticos, protagonizó en la noche del jueves una velada que quedará en los anales de la vida musical cubana de nuestros días.

Quienes asistimos al teatro Amadeo Roldán, disfrutamos a un violinista excepcionalmente cultivado y comunicativo, a un virtuoso que reniega del narcisismo técnico para instalarse en el territorio de la intencionada expresividad, a un diseñador de atmósferas, a un conductor exigente y a la vez participativo, y a un artista de mente rigurosa y al mismo tiempo abierta.

No puede ser de otro modo alguien que conscientemente quiere, como ha dicho, "estar en la vanguardia de la lucha contra la polución musical del mundo, que con mucha frecuencia se vuelve víctima de las políticas orientadas por el mercado. (¼ ) La Kremerata Báltica y yo mismo tratamos de mantenernos en los valores reales y no deslizarnos en la superficie de la música. Nadar en lo más profundo sigue siendo nuestra meta al escoger las piezas correctas y tratando de ofrecer interpretaciones, en lugar de imitaciones, de grandes partituras".

El Páter noster, de Luigi María Cherubini (1760 – 1842) fue un buen comienzo, una presentación de estilo. Conocido por las óperas y su música religiosa, consigue aquí una pieza de cámara en la que se respira la nostalgia espiritual de un autor que veía y se descolocaba ante el aluvión de cambios de su época. Fineza y equilibrio sonoro quizá sean las mejores palabras para describir el paso de la partitura por el arco de Kremer y sus acompañantes.

La audición de Silent prayer, con la que Giya Kancheli (Tbilisi, 1935) rindió homenaje al gran cellista Mstislav Rostropovich en el 80 aniversario de su nacimiento y el propio Kremer en su sexagésimo cumpleaños, nos dio la oportunidad de acercarnos a la visión estética de quien es considerado como el compositor georgiano más importante de las últimas décadas. Con pasajes sobrecogedores por la explotación dramática de largos períodos y sutiles melodías, casi interjecciones, matizadas por una voz grabada que salía como del fondo de una cripta, pareció por momentos excesivamente dilatada. Al escuchar la partitura, recordé algo que dijo el célebre músico ruso Rodino Schedrin sobre Kancheli: "Es un asceta con temperamento maximalista". Eso sí, es una obra a la medida del virtuosismo de Kremer, mucho más favorecido como solista que su joven y brillante colega, la cellista Giedre Darvanauskaite.

Toda la potencia musical y la fuerza interpretativa de la Kremerata se desató en la Sinfonía de cámara en Do menor, de Dimitri Shostakovich, que no es más que la versión orquestal de Abram Stasevich del célebre Cuarteto de cuerdas no. 8 en Do menor op. 110, compuesto por el maestro entre el 12 y el 14 de julio de 1960: obra de tintes elegíacos y sombríos.

El ambiente sonoro del concierto dio un giro de 180 grados con la suite Punta del Este, de Astor Piazzolla, instrumentada por uno de los solistas, el vibrafonista Andrei Pushkarev. Y entonces fue el momento del ingenio volcado para descubrir una nueva dimensión del harto elocuente revolucionario discurso tanguero del maestro del bandoneón, quien se hizo también presente en uno de los encores sumamente aplaudidos de la jornada.

 

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