Hace
cincuenta años junto a este edificio que el cinismo de la época
llamaba Palacio de Justicia, arrojaron su cuerpo torturado y mutilado.
No hubo editoriales ni crónicas en la gran prensa internacional. No
protestó ningún gobierno, ni la ONU ni la OEA, no lo denunció ninguna
de las organizaciones que en el mundo dicen ocuparse de los derechos
humanos.
Muchos años después supimos que el 7 de febrero de 1958 el Gobierno
yanqui evaluaba en Washington la situación cubana, cada vez más
preocupante allá y lo hacía a partir de un informe de esa fecha
desclasificado hace poco donde consta el amplísimo apoyo militar que
estaban suministrando a la tiranía batistiana incluyendo el
entrenamiento de la mayoría de sus oficiales y esbirros. El Imperio
les enseñó a matar, adiestró a los asesinos, los hizo especialistas en
los peores suplicios.
No hablo de un pasado remoto. El 7 de febrero del año 2007, hace
apenas un año, el Congreso Federal norteamericano, ese que todavía no
ha pedido disculpas por los crímenes cometidos contra nuestro pueblo,
rindió homenaje a Batista y sus secuaces. No pudieron escoger mejor
oportunidad para insultarnos y concitar nuestra ira. El Imperio tiene
una deuda que jamás podrá saldar, que nunca perdonaremos ni
olvidaremos.
Fueron muchos los hermanos y las hermanas que perdimos en esta
lucha. Ninguno de ellos ha muerto. Viven y vivirán siempre en cada uno
de nosotros.
Hoy les hablo del jefe más querido, del que tanto aprendimos, quien
nos sigue dando fuerza y nos guía ahora y siempre con su modo sabio,
suave y firme de dirigir.
Las sombras y el silencio cubrieron el día terrible en que lo
sometieron al martirio.
La noticia corrió de boca en boca entre nosotros y con ella la
angustia y la certeza. Sabíamos que Gerardo sería asesinado
rápidamente. A él no lo retendrían mucho tiempo en los lóbregos
sótanos de la policía ni lo enviarían a prisión. Su muerte era
inminente.
Tratamos que el mundo se enterase de que había caído en las garras
de los peores asesinos. Lo informamos a periodistas y a cuanta gente
pudiera diseminar la noticia.
La rabia y el dolor, nuestras únicas armas, se volvieron acciones
espontáneas multiplicadas hasta llegar a la huelga estudiantil que
paralizó todos los centros de enseñanza, incluyendo las universidades
y escuelas privadas, el más amplio movimiento que pudimos realizar en
la capital, y se extendió más de dos meses.
La terrible derrota del 9 de abril condujo a una situación en la
que ya carecíamos de fuerzas para mantener por mucho más tiempo el
cierre de las instituciones docentes. La represión batistiana no
conoció límites. Perdimos en la capital a decenas de nuestros mejores
combatientes. Algunos desaparecieron para siempre, como Higinio, sus
restos insepultos todavía cincuenta años después.
Este año recordaremos muchos aniversarios de hechos que ya cumplen
medio siglo. Bien sé compañeras y compañeros que ustedes no los
olvidan y jamás podrán olvidarlos. ¿Por qué no podemos ni queremos
olvidar? Porque en cada suceso hay un pedazo de nuestras propias
vidas, cada hermano caído es una porción de vida que quisieron
arrebatarnos; nosotros, los sobrevivientes, hemos podido llegar hasta
aquí en la medida que ellos y ellas han vivido en nosotros.
La memoria de los mártires no puede ser un culto reservado a
quienes los conocimos y tuvimos el privilegio de luchar junto a ellos.
La Patria necesita que su memoria perdure y se haga conciencia en las
mentes y los corazones de quienes no los conocieron, de los que
nacieron después que ellos cayeron. Que sean patrimonio vivo
especialmente de los más jóvenes, de los jóvenes de hoy y de mañana.
Después de todo fue por ellos más que por nosotros que Gerardo y todos
los mártires entregaron sus vidas.
Un 7 de febrero en el cementerio al terminar el acto que allá
siempre nos convoca se me acercó una joven que trataba de estudiar la
clandestinidad habanera y enfrentaba un enigma que no lograba
descifrar. El misterio de Fontán dijo la muchacha. Y agregó más o
menos esto: Ustedes son una generación con muchos traumas y
contradicciones que les impuso la vida, pero cuando se trata de Fontán,
todos reaccionan igual, todos hablan de él con mucho amor y con
respeto unánime, los he visto aquí emocionarse y llorar a pesar de los
años transcurridos, es algo extraordinario. Eso era él, le dije,
extraordinario.
Nacido en la mayor pobreza en el Condado de Santa Clara era un niño
negro condenado como tantos otros a padecer una vida triste de la que
nadie hablaría nunca. ¿Que sólo llegase al cuarto grado de una humilde
escuela primaria? ¿Que hubiera tenido que trabajar desde niño para
ayudar a su familia? ¿Que conociera desde muy temprano los oficios
peor pagados, esos que en las calles habaneras reservaba el
capitalismo para una niñez triste y abandonada? ¿Que debiera soportar
el desprecio y la humillación por tener la piel demasiado oscura? Esa
fue la historia de muchos otros, pobres y negros como él, nada que
contar, nada extraordinario.
Hay ciertamente un misterio difícil de explicar. Aquel niño se
transformó en héroe. Él, que no había nacido aquí, se levantó desde la
miseria hasta convertirse en jefe indiscutido, y crear barrio por
barrio la mayor fuerza revolucionaria de la Capital, y a dirigirla,
con su carisma y sus dotes organizativas excepcionales. Nos educó en
una disciplina, una austeridad y una ética que nos parecían venidas de
otro mundo.
Pacientemente, afrontando los peligros, recorrió nuestras calles,
habló con todos, edificó paso a paso las brigadas juveniles del 26 de
julio que crecieron y se afirmaron a pesar de nuestra inexperiencia,
como surgidas de la nada en una ambiente hostil, sin recursos de
ningún tipo, en medio de la corrupción, el desánimo y la más feroz
represión.
Entonces, cuando era difícil creer en alguien, poco a poco,
escuchábamos un nombre repetido en susurros que circulaban por las
esquinas con una magia portadora de extraña esperanza. Fontán era el
nombre.
Llegó a ser para nosotros un mito. Él, que no había avanzado en la
enseñanza elemental, dirigió a los jóvenes y estudiantes de la Capital
y ninguno dudó nunca que Gerardo era el más capaz, el más sensible, el
más profundo de nuestros compañeros.
Antes de conocerlo personalmente, había conocido la leyenda. Lo
suponía alto, corpulento, y fuerte. Lo vi avanzar por aquel pasillo
del apartamento de la calle Monte. No era el gigante que imaginaba.
Era más bien como yo. Pero más culto, más inteligente, con unos
modales que mis abuelos hubieran querido para mí.
Nos habló siempre como un maestro a sus discípulos. Nos enseñó que
las armas, las poquísimas que pudimos ver en aquella época, eran sólo
instrumentos inevitables y que la violencia revolucionaria no era un
fin en sí misma sino la única vía que teníamos para conquistar
nuestros sueños de libertad y justicia. Alguna vez nos criticó que
permaneciéramos en un lugar que era conocido por un compañero que
había sido apresado por los agentes de la dictadura. Hay que respetar
las reglas de la clandestinidad. No se puede confiar en que nadie
resista la tortura, nos dijo con naturalidad y todos, como siempre, lo
obedecimos.
Recuerdo cuando hablaba de poesía, de literatura ¿Quién iba a
pensar entonces que aquel era un pobre negro que no había vencido el
cuarto grado?
Recuerdo sobre todo el honor más grande de mi vida. Ningún otro se
compara con aquel. Cuando me encomendó ocuparme, bajo su mando, de la
sección estudiantil de aquella formidable organización creada por él.
Él fue por encima de todo un artista, el más grande de mi
generación. Su vida fue su mayor creación. Él se hizo a sí mismo, obra
perfecta, inimitable.
Si no hubieran acabado tan brutalmente su existencia cuando apenas
tenía 26 años, Gerardo no solo sería hoy uno de los principales
dirigentes de Cuba sino que habría sido también uno de los más
destacados intelectuales cuya labor creadora habría animado estos
largos años de heroica resistencia.
Vuelve febrero y con él la Feria del Libro. Millones de cubanos
participarán en esa admirable fiesta de la cultura y el espíritu.
Buscarán afanosos los más variados textos. Irán a escuchar a poetas y
escritores. Será inútil sin embargo el esfuerzo por encontrar sus
poemas, sus ensayos, o por escuchar su voz limpia, cálida, recitando
los mejores versos de los negros y los pobres.
¿Inútil? ¿No es acaso su voz la que nos dice la elegía que también
pudo ser escrita para él?:
"Fue largo el viaje y áspero el camino/ Creció un árbol con sangre
de mi herida/ Canta desde él un pájaro a la vida/ La mañana se anuncia
con un trino"
Gerardo, sé que puedo decir en nombre de todos tus compañeros que
siempre te guardamos fidelidad absoluta, que siempre acatamos lo que
tú, con firmeza pero también con ternura, ordenabas. Solo una vez te
faltamos. Hace hoy exactamente cincuenta años. Nadie buscó refugio o
protección. Nadie dudó un instante y no cumplimos tu consejo.
Confiábamos en ti, sabíamos que eras un gigante, un mito hecho
realidad.
Estabas completamente solo, en la mayor soledad, frente al horror.
Lo sabías todo pero nada dijiste. Te torturaron con indecible crueldad
pero de tus labios no brotó un solo nombre, ni un dato. Despedazaron
tu cuerpo pero tu respuesta fue el silencio hasta el final.
Por nosotros sufriste los peores tormentos. Por nosotros y por
nuestra causa, por Cuba, entregaste tu vida. Tu noble, generosa,
irrepetible vida.
¿Qué más decirte hoy?
Comandante Fontán hasta la victoria siempre.