Como todos los días, Maikel instala su MP3 en uno de los bolsillos
traseros del pantalón, se coloca los audífonos en los oídos y le
propina un soberano puntapié al mundo exterior.
Lo suyo es ser un tipo duro como el de la música que escucha. Pero
hoy no anda por el barrio ni intenta impresionar a un par de chicas
que suelen fascinarse con su facha; está sentado en el aula, porque
tiene un examen.
Varios compañeros de clase han traído sus iPod y reproductores de
las más avanzadas generaciones, también de las rezagadas. Algunos, por
supuesto, no tienen. Sin embargo, hay dos alumnos que hasta vinieron
con teléfonos móviles. Aunque ya todos recibieron la prueba con las
cinco preguntas de Física, ninguno se deshizo de sus modernos medios,
y al maestro parece no llamarle la atención el asunto.
¿Qué escuchan ahora? ¿Y para qué necesitan el celular en este
momento? Si en todos los tiempos ha habido quien conciba los más
creativos métodos de fraude, apenas auxiliado por minúsculos
fragmentos de papel o cualquier inimaginable objeto donde copiar algún
dato, ¿cómo dejar una grabadora o un dispositivo electrónico de
comunicación en manos de quien se examina?
Habrá quien se asombre al enterarse de semejante manifestación de
fraude académico asociado a los avances tecnológicos. No obstante,
comienza a hacerse notar, y el hecho de que ocurra en más de un sitio
ya es demasiado.
Nadie culpe a los estudiantes ni atribuya el suceso a ingenuidad;
se trata de negligencia y falta de autoridad. El responsable en este
caso es el maestro.
Les corresponde a nuestros profesores y maestros educar, de modo
que niños y jóvenes no vayan al aula a evadirse de las ciencias y
humanidades por medio de un MP3, un iPod, una walkman o un teléfono
móvil. Con autoridad y prestigio, más que imposición, conseguirán
hacer del aula un taller, como quería nuestro Martí, y no un polígono
de prueba para las más sofisticadas indisciplinas.
que la tecnología espere en casa si los padres la permiten y el dia
de la prueba, que trabaje el cerebro que la produce.