En efecto, hay mucho amor de raíces históricas en estas
extraordinarias y reflexivas creaciones que resumen, en alguna medida,
las contribuciones, preocupaciones e interrogantes que se ha planteado
uno de los artistas de mayor jerarquía en el panorama artístico
nacional de las últimas décadas.
Y es que Pedro Pablo, desde que estudiaba en la Escuela Nacional de
Arte y participó en sus primeros salones, se distinguió no solo por un
impecable dibujo y un olfato compositivo de primer orden, sino por
plasmar con sinceridad y sólidos argumentos plásticos el testimonio de
sueños, conflictos y pasiones de un cubano, dotado de altas virtudes
creativas, que nunca podrá ser indiferente a su tiempo en la tierra
donde vive.
Al decir del escritor Reynaldo González, "sus cuadros —y nosotros
también señalaríamos sus obras en otros soportes— se suman a una
crónica sin final, que va de la búsqueda incisiva, como la mirada de
un miope, al panorama ambicioso, que aspira a ser un fresco epocal,
una gran escenografía donde los personajes se integran con el atrezzo
y la atmósfera. Teatro de campo y de ciudad, de existencias".
Es un verdadero gusto, acompañado por estremecimientos y
ensoñaciones, paladear cada una de las piezas de este conjunto que
abarca realizaciones que datan de 1980 hasta hoy.
El punto focal, indefectiblemente, se fija en El gran apagón,
lienzo pintado en 1994. No existe posiblemente un cuadro que refleje
con tanta intensidad, complejidad y altura pictórica la trama de un
momento en que se puso a prueba la capacidad de resistir y
sobreponernos a las dificultades. Todo cubano puede compartir los
diversos sentimientos que genera una obra de composición minuciosa,
abierta a múltiples episodios y a la vez sintética.
Sin embargo ese proceder estético marca, con igual eficacia y
hondura, otras realizaciones expuestas en el Edificio de Arte Cubano.
Basta con fijarse en las obras de la serie Alegrías y tristezas del
Malecón para advertir metáforas sugerentes y logradas sobre la
convivencia, el sentido de la vida, la interrogación del destino y la
defensa de la imaginación.
Un humor desgarrado y cuestionador se advierte en sus cerámicas,
donde subvierte los valores utilitarios del medio para componer, fiel
a su percepción del pulso social de la isla, construcciones
costumbristas desmitificadoras como Bodas de peninsulares y criollas
o Nueva historia de Mamá Inés.
Al referirse al artista, su colega Manuel López Oliva lo califica
como "narrador de cuentos pensados pictóricamente, revelador de lo
noble y lo venenoso, pueblerino universalizado" y como "individuo de
fecundo compromiso con su tiempo y circunstancia, quien no obstante la
dimensión hedonista y jovial de sus imágenes, logra trascender la
identidad cerrada del estilo con lo diverso de sus asuntos".
Todo esto es y mucho más Pedro Pablo Oliva, quien con Historia
de amor nos compromete.