Sustancia y espíritu musicales

JORGE FIALLO

El teatro Amadeo Roldán estuvo repleto para el último concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional, bajo la batuta del maestro mexicano Eduardo Sánchez-Zúber, por la expectativa alrededor de la joven pianista Willanny Darias Martínez, quien con sus catorce años hizo una colosal interpretación del Concierto No. 1 para piano y orquesta, de Piotr Ilich Chaikovski, más un regalo, ante el insistente aplauso del público: Octubre, del mismo compositor.

Colosal es poco decir, y bien podemos olvidarnos de la edad, porque en su manera de tocar hay sustancia y espíritu suficientes para poner a dudar al más seguro y reafirmar al vacilante, en un efecto que reordena el pulso, la respiración y el concepto hecho música, y si algunos fugaces momentos de indómito avance amenazaron el engarce con la orquesta, el director mexicano puso bridas al corcel remarcando los golpes de batuta. Aparte de este breve desliz la joven pianista se destacó por su modo claro de enlazar cada motivo musical en sí, dando luego el debido relieve al contraponerlo con otros planos protagónicos.

Algo milagroso hubo en ese concierto entre la solista, la orquesta y el director mexicano, aunque la mitad del público que abandonó la sala después de escuchar a la pianista —realmente el calor era insoportable— se perdió una parte importante de la profunda relación alcanzada, después de abrir el programa con Cañón huasteca, una impresión sinfónica de su compatriota Paulino Paredes, y de cerrarlo con la Sinfonía No. 5, de Dimitri Shostakovich, dejando bien asentada la capacidad de compenetración mutua.

En efecto, el maestro Sánchez-Zúber denota en su accionar un exquisito gusto interpretativo unido al más firme dominio del oficio, técnica y arte en la más balanceada proporción, con un amplio parque gestual que dosifica y guarda margen para crecer o decrecer en sonido y expresión.

Su gesto previene y enfatiza, pero también inspira y controla, marca al fuego o pide con suave pincelada cómo deben ser los contornos de una melodía, el ángulo que describe con sus acentos —ora más agudo, picadito, ora más suave y ligado, como caricia gatuna— para al final destapar los destellos de una orquestación llena en todo momento de contrastes y alertas al oído.

Esto se destacó en Cañón huasteca, obra pintoresca que fuerza las posibilidades de timbre, empaste y balance orquestales, y la capacidad del director para combinarlos, aunque su carácter descriptivo se afinca menos en la unidad desde el punto de vista formal y por ello no extraña el fuerte contraste entre el primer y el segundo tema, casi en los límites de la incongruencia.

En cuanto a la sinfonía de Shostakóvich, es obra que tensa todos los resortes que hacen de la orquesta la más ancha paleta de colores sonoros, caracteres y situaciones recreadas desde este imaginativo lenguaje. Y la pureza de ese sonido y la limpieza que logra la orquesta se hizo más evidente al faltar el ruido de baja frecuencia que incorpora el aire acondicionado, imperceptible, pero establecido permanentemente como un velo que cubre imperfecciones. Aquí sólo se hicieron evidentes algunas aisladas, y en eso se percibe el profundo amor con que los músicos de la Sinfónica se entregan a su trabajo, nadando incluso contra la corriente.

 

| Portada  | Nacionales | Internacionales | Cultura | Deportes | Cuba en el mundo |
| Comentarios | Opinión Gráfica | Ciencia y Tecnología | Consulta Médica | Cartas| Especiales |

SubirSubir