El teatro Amadeo Roldán
estuvo repleto para el último concierto de la Orquesta Sinfónica
Nacional, bajo la batuta del maestro mexicano Eduardo Sánchez-Zúber,
por la expectativa alrededor de la joven pianista Willanny Darias
Martínez, quien con sus catorce años hizo una colosal interpretación
del Concierto No. 1 para piano y orquesta, de Piotr Ilich
Chaikovski, más un regalo, ante el insistente aplauso del público:
Octubre, del mismo compositor.
Colosal es poco decir, y bien podemos olvidarnos de la edad,
porque en su manera de tocar hay sustancia y espíritu suficientes
para poner a dudar al más seguro y reafirmar al vacilante, en un
efecto que reordena el pulso, la respiración y el concepto hecho
música, y si algunos fugaces momentos de indómito avance amenazaron
el engarce con la orquesta, el director mexicano puso bridas al
corcel remarcando los golpes de batuta. Aparte de este breve desliz
la joven pianista se destacó por su modo claro de enlazar cada
motivo musical en sí, dando luego el debido relieve al contraponerlo
con otros planos protagónicos.
Algo milagroso hubo en ese concierto entre la solista, la
orquesta y el director mexicano, aunque la mitad del público que
abandonó la sala después de escuchar a la pianista —realmente el
calor era insoportable— se perdió una parte importante de la
profunda relación alcanzada, después de abrir el programa con
Cañón huasteca, una impresión sinfónica de su compatriota
Paulino Paredes, y de cerrarlo con la Sinfonía No. 5, de
Dimitri Shostakovich, dejando bien asentada la capacidad de
compenetración mutua.
En efecto, el maestro Sánchez-Zúber denota en su accionar un
exquisito gusto interpretativo unido al más firme dominio del
oficio, técnica y arte en la más balanceada proporción, con un
amplio parque gestual que dosifica y guarda margen para crecer o
decrecer en sonido y expresión.
Su gesto previene y enfatiza, pero también inspira y controla,
marca al fuego o pide con suave pincelada cómo deben ser los
contornos de una melodía, el ángulo que describe con sus acentos
—ora más agudo, picadito, ora más suave y ligado, como caricia
gatuna— para al final destapar los destellos de una orquestación
llena en todo momento de contrastes y alertas al oído.
Esto se destacó en Cañón huasteca, obra pintoresca que
fuerza las posibilidades de timbre, empaste y balance orquestales, y
la capacidad del director para combinarlos, aunque su carácter
descriptivo se afinca menos en la unidad desde el punto de vista
formal y por ello no extraña el fuerte contraste entre el primer y
el segundo tema, casi en los límites de la incongruencia.
En cuanto a la sinfonía de Shostakóvich, es obra que tensa todos
los resortes que hacen de la orquesta la más ancha paleta de colores
sonoros, caracteres y situaciones recreadas desde este imaginativo
lenguaje. Y la pureza de ese sonido y la limpieza que logra la
orquesta se hizo más evidente al faltar el ruido de baja frecuencia
que incorpora el aire acondicionado, imperceptible, pero establecido
permanentemente como un velo que cubre imperfecciones. Aquí sólo se
hicieron evidentes algunas aisladas, y en eso se percibe el profundo
amor con que los músicos de la Sinfónica se entregan a su trabajo,
nadando incluso contra la corriente.