Calor en el Polo Norte

ARNALDO MUSA
musa.amp@granma.cip.cu

Antes de que los rusos sorprendieran con la hazaña científica de plantar su bandera en el lecho marino del Polo Norte —como reclamo simbólico de parte de esa región rica en materias primas—, el control de estas vastas zonas era parte de discordia entre varios países que alegan tener tanto o más razones que Moscú: Canadá, Noruega, Dinamarca y, por supuesto, Estados Unidos.

El Polo Norte, cada vez más descongelado.

Luego provocó ruido mediático la reacción canadiense de enviar buques e implantar dos bases en la región, mientras desde Washington hay renovados esfuerzos por rebatir que el lecho submarino ártico es parte del territorio ruso y una prolongación de la plataforma continental de Siberia.

El alboroto tiene explicación: en ese territorio submarino se encuentra el 25% de las reservas de gas y petróleo del mundo. Abundan el estaño, manganeso, oro, níquel, plomo y platino.

El afán sobre estas riquezas es mayor aun cuando se asegura que para el 2040 deberá estar bastante descongelado, y esta situación abre nuevas posibilidades para explotar sus riquezas naturales.

Es por ello que está por ver el papel que ejercerán las Naciones Unidas respecto al diferendo, que separa a Dinamarca, Noruega, Estados Unidos, Ca-nadá y Suecia, ante la probabilidad de que realicen sus sus propias expediciones; o que algunos de estos países traten de repartirse el área, sin la intervención o el desconocimiento del organismo internacional.

Para comprender el papel que juega la ONU, hay que conocer que su Convención de Derecho Marítimo (1982) reconoce al Estado correspondiente todos los derechos sobre su plataforma continental. De ahí el interés ruso por demostrar que la cordillera submarina Lo-monósov, junto con la de Mendeleyev, son una continuación de la plataforma continental siberiana. Los batiscafos que descendieron al fondo del Ártico tomaron muestras del suelo marino, que los científicos esperan que les sirvan para probar que tienen razón.

Rusia no es el único país interesado en la cordillera Lomonósov, que divide el océano Ártico y se extiende a lo largo de 1 800 kilómetros, desde las Nuevas Islas siberianas de Rusia, a través de la parte central del océano, por el Polo Norte y hasta la isla canadiense de Ellesmere y Groenlandia.

Dinamarca (país al que pertenece esta última gran isla) y Canadá están realizando sus propias investigaciones, con el fin de probar que la cordillera Lomonósov es, en realidad, una continuación de sus respectivas masas continentales. Noruega también pretende extender su plataforma y, a última hora, EE.UU. se ha unido al grupo de países que quieren ampliar su territorio submarino.

En síntesis:

Canadá: Mantiene una disputa con EE.UU. por el "paso del noroeste" entre el Atlántico y el Pacífico. Tampoco avala la soberanía rusa y reclama derechos sobre el estrecho de Anián. Su premier, Stephen Harper, refuerza la presencia militar en el área, con efectivos que pasarán de 900 a 5 000, ocho barcos y dos bases.

Noruega: Disputa con Rusia sobre el Mar de Barens, desde hace más de tres décadas.

Dinamarca: Rechaza las aspiraciones rusas por la cordillera de Lomonósov, que si para Moscú viene de Siberia, para Copenhague forma parte de Groenlandia.

Estados Unidos: no reconoce los derechos de Rusia ni ratificó la Convención de Na-ciones Unidas sobre Derecho Marítimo. Asesores de Bush quieren ampliar la plataforma continental del país 1 000 kilómetros más desde Alaska, por lo que ahora miran con interés la citada convención internacional.

Uno de los batiscafos rusos se prepara para descender al fondo marino.

Lo cierto es que cuando los rusos llegaron a plantar su bandera, se encontraron con un lecho marino amarillento, sin ningún ser vivo, que para algunos especialistas pudiera ser la consecuencia del cambio climático.

Albert Gore, al llegar a la vicepresidencia norteamericana, en 1993, fue llevado en un submarino al Polo Norte —por debajo de gruesas capas de hielo que tenían decenas de metros de espesor—, donde se suponía que los presidentes podrían estar a salvo ante un eventual ataque nuclear.

Pero en el 2005, ya fuera de la Casa Blanca, al repetir la experiencia con organizaciones ecologistas, el paisaje había variado, la vida marina era nula y, lo peor, la capa de hielo apenas alcanzaba en algunos lugares los 50 centímetros de espesor.

En este contexto, en que se abre la lucha por el control del Polo Norte, precisamente la situación de deterioro del balance ecológico coadyuva a que el Año Polar Internacional sea paradójicamente el que puede marcar el comienzo de lo que algunos especialistas llaman una de las grandes batallas del siglo XXI.

 

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