Jamás
el que nombraron Nuevo Mundo había contemplado semejante despliegue de
fuerzas. La armada británica llegó a La Habana con más de 140 naves,
casi 2 300 piezas de artillería y 14 000 efectivos. Pero ni siquiera
tal impresión limó el coraje de la gente de esta tierra.
Habaneros y cubanos pelearon por su ciudad bajo la bandera española
y en nombre del rey, pero en esas milicias populares, en la defensa de
su suelo, en la entrega generosa de la vida de casi mil caídos
solamente en el Morro, latía ya la génesis de un patriotismo que,
llegada su hora, haría surgir lo criollo, lo cubano.
El asedio a la mayor de las Antillas lo motiva una disputa entre
potencias por el control de riquezas. Esta vez la alianza de Carlos
III con Francia, en contra de Inglaterra, sirvió como pretexto a esta
última para arrebatarle a España una de sus más apetecidas
posesiones.
La pretensión de convertir a Cuba en una base militar y naval que
permitiera interferir y controlar el comercio español en el norte de
América, atrajo a la poderosa escuadra. La Armada británica combatía
en todos los mares, y obtenía sonados triunfos. De modo que, al
amanecer del 6 de junio de 1762 ya era inminente el ataque.
Dicen que a aquella le llamaron "la hora de los mameyes", debido al
color rojo del uniforme de las numerosas tropas agresoras, las cuales
hallarían una impresionante resistencia. Aunque los desaciertos de las
autoridades hispanas de la Isla, facilitaron la toma de La Habana por
los ingleses, la firmeza y el valor de otros pundonorosos oficiales
españoles, y de las milicias, hicieron morder el polvo a los
ocupantes.
Entre los que no estaban dispuestos a claudicar sobresalió el
Capitán de Navío Luis de Velasco. Combatió tan fieramente, que el
enemigo respondió a las salvas luctuosas en su honor durante el
sepelio.
Y la historia dedica un lugar especial al Regidor Alcalde Mayor
Provincial José Antonio Gómez, quien mediante la guerra de guerrillas
hostigó sin descanso a los invasores. Con 300 campesinos armados
apenas con machetes cortó el abastecimiento a los casacas rojas; urdió
emboscadas; causó bajas, prisioneros, y les forzó a dejar Guanabacoa.
Pepe Antonio logró equilibrar la mínima preparación militar de sus
tropas con el conocimiento del terreno; fue la falta de apoyo del
ejército regular la que impidió un mayor éxito. Así que la expedición
de Sir George Keppel, conde de Albemarle, desembarcó por Cojímar,
avanzó y sometió progresivamente cada plaza.
No cesaba el hostigamiento de las milicias: guajiros, hombres de la
ciudad, negros libres y esclavos. Sin embargo, la ciudad caía de a
poco en su poder. En aquella época no hubo ataque de artillería tan
furioso como el lanzado sobre el Castillo de los Tres Reyes del Morro.
La fortaleza fue aislada por tierra y asediada por mar: 42 cañones
de gran alcance y varias baterías de morteros la emprendieron contra
ella. Los cañonazos se sucedieron desde el 1ro. hasta el 31
de julio: más de 20 000 disparos entre bombas y metralla.
A continuación, los ingleses se apoderaron de las alturas de la
Cabaña. La Habana fue presa de granadas incendiarias. Y, tras 68 días
de sitio, el 12 de agosto se firmó la capitulación, aunque
persistieron las celadas y el rechazo a su gobierno. Hasta el clima
les mostró hosti-lidad.
La ocupación se extendió de Mariel a Matanzas. Es preciso reconocer
que propició el aumento del comercio de la Isla con el exterior, el
progreso de la agricultura y la fundación de muchas industrias.
Durante once meses no hubo paz para el usurpador. Entonces, el
destino de Cuba lo volvieron a decidir los poderosos. España, Francia
e Inglaterra firmaron un tratado que devolvió La Habana a los
peninsulares el 6 de julio de 1763, a cambio de la Florida.
La pequeña porción de tierra se mostró indoblegable ante las tropas
de la Reina. Un siglo después habría de volver sobre el machete que
empuñara por primera vez Pepe Antonio, para despojarse del yugo
ibérico. Y un siglo más tarde enseñaría al mundo que Cuba no acepta
amos, vengan de donde vengan.