Si la última entrega de Historias para contar fuera vista
como ejercicio de realización, obtendría una altísima puntuación:
Magda González Grau supo dotar a las narraciones de aliento suficiente
y de una caligrafía visual sugerente que trascendió la propuesta
dramática de las cuatro variaciones argumentales planteadas por la
guionista Elena Palacios bajo el provocador y nada justificado título
de Obscena intimidad.
Sobriedad y equilibrio en la conducción actoral, con notas
sobresalientes para Yolanda Pujol, Yaliene Sierra, Jorge Martínez,
Laura Ramos, Rogelio Blaín, Tamara Castellanos y Néstor Jiménez, una
banda sonora que contó con música original de Magda Rosa Galván y Juan
Antonio Leyva, y una minuciosa edición de Pável Ramírez,
complementaron la labor de la González Grau.
Los televidentes nos hallamos el último martes ante conflictos de
la vida cotidiana: la crisis de una pareja de larga data, la supuesta
disyuntiva entre ser madre y amante, los avatares sentimentales de una
pareja con un familiar de la tercera edad que requiere cuidados un
tanto especiales, y las relaciones de un discapacitado con su entorno
familiar y el inaccesible mundo exterior. Todo ello en el marco de la
vecindad de un edificio de apartamentos en la capital y dado a manera
de esbozos narrativos, sumamente condensados.
Resultaron inquietantes los desplazamientos de los puntos de vista
asumidos para cada una de las propuestas: mientras que en las dos
primeras era visible el tratamiento desde la mujer, en el tercero la
pareja protagonista comparte esa perspectiva. En todos esos casos, el
tono reflexivo se conjugó con una representación realista, aunque
demasiado previsible, de las situaciones abordadas. No sé por qué
insistir en una faena pedagógica ante cada problema, esas lecciones
intercaladas que intentan resolver como por arte de magia los
encontronazos que depara la vida: la pareja que se recompone de la
noche a la mañana previa una sesión de autoerotismo sumamente pacata,
la muchacha que se reconcilia consigo misma luego de la terapia a dos
manos que recibe de la médico y la vecina, y el matrimonio que puede
seguir adelante gracias a la disponibilidad de una plaza en un hogar
de ancianos.
Sin embargo, la historia del cierre se salió del molde: la
pretensión poética del discurso interior de un ser gravemente aquejado
por una dolencia neurológica —del que ya sabíamos que había perdido
tiempo en la rehabilitación— entró en disonancia con el resto del
conjunto por su inverosimilitud. Evidentemente no se trataba de un
personaje como el de la película Mi pie izquierdo ni de la
excepcionalidad de un Stephen Hawking. Todo hubiera sido
creíble si la especulación hubiese partido del padre, la madre o
alguno de los familiares. De todos modos, el gran valor de ese
microcuento está en mostrar, sin teques moralizantes, un clima de
convivencia normal, sustentado por un elevado sentido de la eticidad,
en una familia que afronta un duro aletazo del destino.