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Érase una vez la Unión Europea, ahora
sólo queda el mercado
Gennaro Carotenuto
¿A quién le molestaba la bandera azul con las 12 estrellas que ya
todo el mundo identifica con la Unión Europea? ¿A quién no le gustaba
el Himno a la alegría, aquella maravillosa obra del genio de
Ludwig van Beethoven puesto en música en 1824 como su novena sinfonía,
y hoy himno de Europa? ¿Quién podía considerar vinculante que se
borrara de la historia el lema latino "in varietate concordia", unidad
en la diversidad?
Es conocido que son los símbolos los que generan las ideas en la
opinión pública. Desde ahora, por voluntad explícita de Gran Bretaña,
Europa ya no se podrá identificar con una bandera o con un himno.
Aunque parezca absurdo, el himno también estaba al otro lado de la
"línea roja" que Gran Bretaña no estaba dispuesta a traspasar: los
"principios irrenunciables". De la misma manera, Londres exigió que la
Unión retroceda en asuntos de política exterior común. Ya no habrá un
canciller común, solo un vocero del consejo de ministros, sin poderes
autónomos. Algo similar ocurre con la "Carta de los derechos": desde
ahora los ciudadanos de Gran Bretaña no podrán apelar a la Unión para
que sus derechos sean respetados, ni los tribunales europeos podrán
defender a los ciudadanos por encima de los tribunales nacionales.
De la misma manera, Polonia condujo, en nombre también de Gran
Bretaña, una batalla a muerte para que permaneciera el criterio de
unanimidad en el voto, criterio que paraliza a Europa desde que se
amplió a 27 países. Solo después de dos noches de extenuantes
tratativas, y con el riesgo concreto de una ruptura total, se alcanzó
un compromiso que para Polonia y Gran Bretaña es un triunfo y para la
Unión es una derrota gravísima. Hasta 2017 no se volverá a hablar de
voto por mayoría (doble, 55 por ciento de los países con por lo menos
el 65 por ciento de la población).
Por segunda vez en este mes de junio, la canciller (primera
ministra) alemana, Angela Merkel, alcanzó un compromiso que es en
realidad una clara derrota. Con Bush en el G-8, se acordó reducir la
contaminación atmosférica en el lejano 2050 y ahora utilizó el mismo
esquema para Europa. Puede decir que bajo su conducción —era
anfitriona del G-8 y presidenta de turno de la Unión Europea— no se
consumaron rupturas, pero esto no impide calificar como fracasos las
dos cumbres. Quién sabe si Europa podrá sobrevivir a diez años más de
parálisis, en los cuales intereses contrastantes entre Estonia y
Malta, o entre Dinamarca y Chipre seguirán impidiendo cualquier
decisión. Lo seguro es que lo que resta es la idea, totalmente
anglosajona, de una Europa concebida solo como área de libre mercado,
sin cesión de soberanía a organismos comunes.
En los últimos dos años 19 de los 27 países, algunos por referéndum
popular, otros por voto parlamentario, aprobaron la Constitución
Europea que se firmó en Roma el 29 de octubre de 2004. Dos países
—Francia el 29 de mayo de 2005 y Holanda el 1 de junio del mismo año—
no la ratificaron sumando los votos de las derechas nacionalistas y
xenófobas a las izquierdas críticas del neoliberalismo. Ahora, por
voluntad de Gran Bretaña, la llamada Constitución europea queda para
la historia. Es preciso preguntarse —a pesar de que resulte incómodo—
qué hubiera pasado en términos de imagen internacional si un país o un
bloque de países en cualquier otro lugar del mundo hubiese dado un
espectáculo tan vergonzoso, firmando una Constitución frente al mundo
y después retirándola silenciosamente.
LO QUE RESTA
Hubo un tiempo en que si alguien no quería participar de una
fiesta, simplemente no iba. Ahora, en la política internacional es
preciso ir y destrozar la casa de quien te invitó. Es lo que hicieron
el ahora ya ex primer ministro británico Tony Blair, como último acto
de su carrera antieuropea, con la ayuda de los gemelos Kaczynsky, los
dirigentes polacos de la derecha.
El primer ministro italiano, Romano Prodi, que fuera comisario
europeo durante cinco años, fue el que utilizó las palabras más
claras. Habló de vergüenza, de pérdida de espíritu europeo y culpó
abiertamente a Gran Bretaña. Para los europeístas, la derrota es
durísima. Las alternativas son pocas. Queda la idea de una Europa a
dos velocidades: un grupo de países más cohesionado que vaya adelante
dirigiéndose de la forma más rápida posible hacia estructuras comunes.
En este grupo hoy día estarán seguramente Italia y España entre los
grandes; Bélgica, Austria, Hungría y Grecia entre los medianos y
algunos de los chicos. Sin Francia y Alemania no se hace nada, pero
una vanguardia europeísta —voluntarista—, si no se encuentra anclada
en los tratados, queda sujeta a los vaivenes de los gobiernos
nacionales, hoy europeístas y mañana quién sabe. Queda la Europa à
la carte, con geometría variable, es decir, la posibilidad de que
grupos restringidos de países se den herramientas comunes a pesar de
los demás. El propio euro, que desde el 1 de enero sustituirá a la
lira maltesa y será ya moneda común de 14 países, es un ejemplo en
este sentido.
Factores
del fracaso
Europa cae víctima de al menos dos factores: primero su gigantismo,
con 27 países, que le impide hoy ayudar a los más pobres como se hizo
en el pasado; segundo, la adhesión de algunos de los antiguos países
de la Europa oriental, como Polonia y la República Checa, a una idea
de Occidente más estadounidense que europea. Hoy Europa, sin
Constitución y bloqueada con un voto por unanimidad durante una década
más, vuelve a ser lo que siempre los anglosajones quisieron que fuese,
un área de libre comercio y nada más, que no vulnerara la primacía
global de Estados Unidos. Una Europa sin alma ni vida propias, que
coloca al mercado por encima de los derechos. Misión cumplida, míster
Blair. (Tomado de Rebelión)
El italiano Gennaro Carotenuto es profesor de Historia del
Periodismo e Historia Contemporánea en la Facultad de Ciencias de la
Comunicación de la Universidad de Macerata (Italia). |
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