Allí, donde hoy fuerzas de ocupación lideradas por Estados Unidos
practican una despiadada guerra desigual contra la nación iraquí, hace
4 500 años, tuvo lugar un cruento enfrentamiento entre dos ciudades
por el uso de las aguas de los ríos Tigris y Éufrates que la historia
registra como la más antigua guerra por el agua.
Obviamente, ya las guerras no serán entre ciudades-estados. En las
actuales condiciones de un mundo unipolar que ha acentuado la
contradicción entre el Norte opulento y el Sur menesteroso, más que
los enfrentamientos entre grandes potencias, es de suponer que será la
oposición entre naciones ricas y pobres el escenario probable de las
batallas.
Pero el orden neoliberal impuesto al mundo impide que los gobiernos
nacionales estén en condiciones de enfrentar como es debido los
peligros que se avecinan para sus pueblos por la creciente escasez de
agua.
Las penurias que provocan la escasez de agua (desertificación,
menos producción de alimentos, incremento de las enfermedades
infecciosas, epidemias y pérdida de los ecosistemas) inducen tensiones
políticas y sociales que ya han tenido cruentas eclosiones internas en
América Latina y África.
Los problemas internos que genera la disponibilidad de agua tienden
a transformarse en conflictos internacionales con mayor frecuencia, en
la medida en que se evidencia que la tenencia de recursos acuíferos
determina la viabilidad o no de las sociedades.
Al ser el agua valorada, cada vez más, como un recurso deficitario
a escala mundial, se inserta en la estrategia global de las grandes
potencias capitalistas, que le aplican sus más comunes recetas
neoliberales: la privatización y la militarización.
Las grandes transnacionales han fijado entre sus objetivos
esenciales el control sobre los prometedores recursos acuáticos de los
países "en vías de de-sarrollo".
El Banco Mundial, como guardián que es de los intereses económicos
de Estados Unidos y las grandes compañías transnacionales,
"recomienda" a los países en desarrollo la privatización de las
reservas de agua existentes a través de concesiones a empresas
extranjeras que se adueñan así de este recurso que, en poco tiempo,
será tan valioso como el oro o el petróleo.
Los pobres no tienen dinero para sufragar los costos funcionales de
empresas operadoras de acueductos que ofertan el líquido como una
mercancía más, y los gobiernos, en el esquema globalizador neoliberal,
carecen de hacienda para apoyar a esas empresas y mucho menos a sus
"clientes".
En algunas partes del mundo, se aprecia un inusitado interés por
los gobiernos de Estados Unidos y otras grandes potencias en brindar
"protección militar" a las vías acuáticas importantes. Se hace cada
vez menos disimulada y más acelerada la militarización de las grandes
fuentes de agua, cuyo objetivo a largo o mediano plazo es evidente.
Con la extensión de la globalización neoliberal en América Latina,
especialmente por medio de tratados de libre comercio o variantes con
el mismo fin, los países pobres y endeudados se ven obligados —como
única salida a sus crisis— a abrirse a la explotación ajena de sus
recursos naturales, frecuentemente ubicados en terrenos ancestrales de
los pueblos indígenas.
Se ha hecho hábito que los gobiernos y los grandes consorcios
transnacionales entren en tales acuerdos sin respetar los derechos de
esos pueblos originarios, que a lo largo de milenios han tenido la
sabiduría necesaria para cuidar a la "Madre Tierra y al agua que
sostiene la vida", y que ya han dado muestras de su capacidad y
voluntad de luchar por sus derechos y triunfar. Ellos cuentan con la
solidaridad de los movimientos sociales del continente y del mundo.
Latinoamérica, con las reservas de agua potable más grandes que
quedan en el mundo, está siendo saqueada tan intensamente que pronto
sus grandes bosques naturales, descomunalmente deforestados, cederán
su lugar a la extensión de sus regiones desérticas.
Y el agua que no consumen los saqueadores extranjeros en sus
plantaciones extensivas, la contaminan los productos químicos que usan
para los cultivos y los residuos de las industrias extractivas, como
la minería a cielo abierto.
Se pronostica una era de tensión y de guerras en torno al acceso al
agua potable, que solo podría evitarse o atenuarse por medio de un
sistema de relaciones que impida el ecocidio, que excluya la
consideración del agua como un recurso escaso susceptible de ser
mercantilizado y, mucho menos, convertido en botín de poderosos
saqueadores.