La noticia de la masacre estudiantil ocurrida en Blacksburg,
Virginia, me sorprende preparando un programa de televisión con la
película Querida Wendy, rebautizada en español como Calles
peligrosas. Thomas Vinterberg la dirigió en el 2005 y el guión es
del siempre polémico Lars von Trier, empeñado el danés, en sus últimas
entregas, en acercarse al fenómeno de la violencia en Estados Unidos,
esa suerte de maldición gitana que todos los años cobra cientos de
vida, solamente en la población civil.
Querida Wendy es la historia de un grupo de muchachos
pacifistas en un pueblo minero del sudeste de Estados Unidos.
Acorralados por el aburrimiento y sintiéndose minúsculas sombras entre
el transitar diario de los rudos trabajadores, comienzan a desarrollar
un amor enfermizo por las armas de fuego. A medida que disparan en una
mina abandonada, sus personalidades se transforman y ganan en
seguridad al creerse "secretamente" protegidos por las fieles
compañeras. Ello, sin dejar de repetirse a diario que son pacifistas y
jamás dispararán contra nadie. Hasta un día¼
Ya en su momento se podrá apreciar cómo el filme funciona como una
perfecta parábola sobre la paranoia "americana" de armar al pueblo
para tratar de acabar con la violencia mediante la violencia. Una
ceguera de la que han dado cuenta cineastas de tendencias tan diversas
como Francis Coppola, Michael Moore y hasta Woody Allen.
Pero por cada película denunciando que la sociedad norteamericana
cava a diario su propia tumba con los cañones de esas armas empuñadas
como una garantía para la larga vida, hay doscientas cintas empeñadas
en rendirles un culto pagano.
En la película de Vinterberg, Wendy es el nombre que le da el
protagonista a una vieja pistolita de cabo de nácar con la que
establece una convivencia romántica, casi erótica.
Wendy es también el nombre de una niña que conocí hace cinco años
en Estados Unidos. Tras hablar de cine, cultura e inevitablemente de
política en la Universidad donde estudiaba su hermano, se concretó una
visita al hogar de este.
Resultó una linda tarde matizada por el trato de una amable
familia.
Como una deferencia no ofrecida a cualquier visitante, ya hacia los
finales del encuentro, el padre abrió de par en par las puertas de dos
armarios donde atesoraba una colección de armas. Antes de que los
Winchester, M-1, Colt 45, Magnum y otras marcas y calibres pasaran por
mis manos, se apresuró en tranquilizarme: todas aquellas armas estaban
perfectamente descargadas y las balas permanecían guardadas en un
lugar seguro. Solo el 38 cañón recortado con el que dormía debajo de
la almohada para defenderse de lo que pudiera venir —guiñó un ojo y
acarició la cabellera de su querida Wendy— se mantenía cargado.