James Lee Clark

Deisy Francis Mexidor
Francis_mexidor@granma.cip.cu

Minutos antes de ser ejecutado con una inyección letal en una penitenciaría del estado norteamericano de Texas, a James Lee Clark le preguntaron, como última gracia, si tenía algo que expresar. El condenado respondió con una sonrisa: "No sé. No sé que decir". Y al advertir a través de un ventanal la presencia de testigos añadió que "no sabía que hubiera alguien allí. ¡Hola!". Luego recibió el mortal coctel que lo dejó sin vida.

La agencia EFE reseñó la noticia: Clark era un retardado mental. Sus abogados habían alegado que él no tenía capacidad para discernir si sus acciones eran buenas o malas, no obstante, fue sentenciado a la pena máxima.

En Estados Unidos la aplicación de ese castigo a individuos con problemas mentales es una triste y horrible práctica. Desde 1977 a la fecha, una de cada 10 ejecuciones fueron a personas con determinada enfermedad de esa naturaleza, según estudios de organismos de derechos humanos publicados a final de enero del 2006, en tanto la Asociación Nacional de Salud Mental estadounidense, asegura que representan entre el 5% y el 10% de la población reclusa del país (alrededor de 3 400 personas) que espera ser llevada al cadalso.

Tal parece que en la nación que intenta erigirse como defensora a ultranza de los derechos humanos, centenares de personas con padecimientos mentales están a merced de un sistema de salud demasiado lento para prestar ayuda y de una justicia excesivamente rápida a la hora de dictar sentencias de muerte.

 

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