Minutos
antes de ser ejecutado con una inyección letal en una penitenciaría
del estado norteamericano de Texas, a James Lee Clark le preguntaron,
como última gracia, si tenía algo que expresar. El condenado respondió
con una sonrisa: "No sé. No sé que decir". Y al advertir a través de
un ventanal la presencia de testigos añadió que "no sabía que hubiera
alguien allí. ¡Hola!". Luego recibió el mortal coctel que lo dejó sin
vida.
La agencia EFE reseñó la noticia: Clark era un retardado mental.
Sus abogados habían alegado que él no tenía capacidad para discernir
si sus acciones eran buenas o malas, no obstante, fue sentenciado a la
pena máxima.
En Estados Unidos la aplicación de ese castigo a individuos con
problemas mentales es una triste y horrible práctica. Desde 1977 a la
fecha, una de cada 10 ejecuciones fueron a personas con determinada
enfermedad de esa naturaleza, según estudios de organismos de derechos
humanos publicados a final de enero del 2006, en tanto la Asociación
Nacional de Salud Mental estadounidense, asegura que representan entre
el 5% y el 10% de la población reclusa del país (alrededor de 3 400
personas) que espera ser llevada al cadalso.
Tal parece que en la nación que intenta erigirse como defensora a
ultranza de los derechos humanos, centenares de personas con
padecimientos mentales están a merced de un sistema de salud demasiado
lento para prestar ayuda y de una justicia excesivamente rápida a la
hora de dictar sentencias de muerte.