GRANADA,
España.— Ando por España y esta vez no hablaré de teatro. De todas
formas, los fieles lectores de Acotaciones deben saber que el arte
de las tablas sirve de impulso y acicate a una investigación sobre
la vida de Miguel Hernández y sus relaciones con nuestro Pablo de la
Torriente Brau. Pues bien, en Orihuela, el pueblo natal del autor de
El rayo que no cesa, pude asistir a un concierto de Joan
Manuel Serrat. El gran artista catalán está iniciando una gira bajo
el título de 100 x 100 en la que apela a la sobriedad,
enfatizando la intimidad de su propuesta, haciendo más cercanas aún
esas canciones inteligentes que nos han ayudado a vivir y a pensar
durante las últimas cuatro décadas de nuestras vidas. Ahora sólo lo
acompaña sobre el escenario su pianista y mago de los arreglos de
siempre: Ricard Miralles.
El Teatro Circo de Orihuela es una instalación peculiar y
hermosa. En las columnas que ascienden hacia los palcos pueden
leerse los apellidos de varios grandes de la escena española. Por
supuesto que ahí está el nombre de su Miguel, que —aunque no alcanzó
en la dramaturgia la grandeza de su poesía— escribió varias
interesantes obras dramáticas, actuó en los días de su primera
juventud y puso muchas ideas e ilusiones en las posibilidades de la
escena. A pesar de que esta vez Serrat no se centró en sus grandes
éxitos a partir de los poemas hernandianos, la función estuvo
dedicada al poeta y —más allá de las proclamaciones oficiales y
obvias— el espíritu del concierto; su sinceridad y desenfado tenían
mucho que ver con buena parte de la obra del inmortal escritor.
Los cubanos hemos disfrutado varias veces —desde la arrancada de
los setenta para acá— del talento y el carisma de Joan Manuel Serrat.
Esta vez sus comentarios volvieron a brillar por la agudeza. Todos
nos reímos cuando contó que asistir a una función de ópera en la que
la cantante principal de La Boheme, gorda y rozagante,
lograba que el público asumiera escénicamente su muerte por
tuberculosis en el último acto, le convenció de seguir interpretando
Señora, aunque ya él no tenga edad para protagonizar ese
reclamo juvenil, que en nuestra Isla muchos aprendimos de memoria.
También resultó brillante la sutil, pero firme demanda de igualdad
de oportunidades para la mujer que desembocó en una de sus más
recientes canciones, esa en la que se pregunta qué hubiese sido de
su vida de haber nacido hembra y nombrarse Juana.
No me atrevo a juzgar musicalmente las casi dos horas de
comunicación, aplausos y melancolía. Entre los que caminamos
complacidos a la salida del teatro —a unos metros de la casa donde
creció y creó el poeta— había concordancia en que Serrat ha sabido
adecuar muy bien sus temas clásicos y sus nuevas creaciones a un
formato más sobrio.
Gracias a la amabilidad de Juan José Sánchez y los demás colegas
de la Fun-dación Miguel Hernández, pudimos entrar al concierto una
media hora antes que el resto del público. Al final del ensayo
técnico, Serrat se sentó un momento en la platea vacía. Como el más
común y apasionado de los fanáticos, hice lo que nunca antes tuve
valor de intentar. El hombre que me adentró —¡como a tantos de mi
edad!— en la obra de Miguel Hernández y de Antonio Machado, aceptó
el saludo y mi librito de crónicas donde lo menciono. Besó a Tania
que, tan temblorosa como yo, tomaba un par de fotos, y su rostro se
iluminó especialmente cuando le dije una verdad clara como una
mañanita de verano: "¡En Cuba te queremos!"