El
miedo a todo que padece el mundo, introducido por S. Huntington, en
1993, en su obra capital Choque de civilizaciones (una profecía
con la esperanza de que se autorrealice, como dice Vidal-Beneyto)
tiene la virtud y la infamia de ahuyentar otro miedo un millón de
veces más justificado.
Me refiero al miedo, este, al cambio climático. Porque el miedo
fabricado a cuenta del dichoso choque inexistente salvo por una de las
partes, solapa al otro natural. Y en esto consiste la infamia y al
mismo tiempo la cretinez. Pues la sinergia del pánico generalizado
hacia los devastadores efectos de la mutación climática, exigiría de
inmediato, en un clamor mundial, la inmediata reparación del andamiaje
planetario para intentar regresar al paraíso perdido.
Pero anulado ese miedo a una naturaleza que el ser humano creía
dominada por el otro miedo prefabricado, por un lado, y la amputación
del instinto que sufre la civilización estragada por las ideologías y
por el embeleco de los artefactos al alcance fácil de todos en
Occidente, hace que las débiles reacciones frente al retroceso de los
glaciares, la licuación de los polos, el avance del desierto y la
brutal y exponencial mutación de la biosfera, sean absolutamente
irrelevantes. Con protocolos como el de Kyoto o sin ellos.
Cuando los países avanzados tecnológicamente debieran pararse en
seco en esa obsesión por el crecimiento, que a la hora de hacer
cuentas solo beneficia materialmente a una diez mil millonésima parte
de los humanos, arrecia el lanzamiento de la basura a la troposfera.
Y ni aun así, ni aun parándose en seco en busca de aplicaciones
energéticas restauradoras del clima, se producirían efectos visibles a
corto plazo. Pero por lo menos a esta generación de imbéciles le
quedaría el consuelo que acompaña a la muerte de los ricos que legan a
sus causahabientes una mínima fortuna. Y poniendo empeño en hacer
posible la reposición del planeta y su feble atmósfera a unos niveles
de limpieza aceptables para dentro de otros 50 años, por lo menos
redimiría a la raza humana de su estulticia, de su miopía y de su
perversidad.
Por lo menos el ser humano, representado por quienes lo han
degradado y degradado a su hábitat, recobraría la nobleza de miras que
se ha negado a sí mismo por su contumacia y su torpeza a lo largo de
la era industrial y postindustrial.
Pero ya sabemos por anticipado que no hará nada para corregir nada.
Y que, por eso mismo, las cosas seguirán el camino trazado por los
bárbaros. No será necesario esperar a un futuro impreciso, pues
tendremos —ya está aquí— la calamidad universal repentinamente de un
año para otro. Cualquier mañana de un día cualquiera, nos
encontraremos con que el monóxido de carbono y las partículas en
suspensión, enrarecidas, han solidificado de repente el cielo.
(Tomado de Argenpress)