Una imagen lleva a la otra tal si fuera un suceder de puertas
abriéndose a lo largo de un túnel.

La televisión muestra a una madre árabe clamando por un hijo. Lleva
años sin verlo y casi le bastaría con estirar una mano para llegar
hasta él. Y por supuesto que lo haría si no mediaran cercas y armas de
fuego y ese despojamiento de la dignidad, en nombre de la bendita
seguridad occidental, en que se ha convertido el usurpado pedazo de
tierra hacia el cual dirige la mirada.
La base vista por la televisión conduce a otras imágenes apreciadas
en el cine durante el último Festival: El camino a Guantánamo,
o la historia de tres pobres muchachos paquistaníes que, tras dos años
de humillaciones y torturas, regresan a la vida sin que hasta ahora
nadie les haya ofrecido una disculpa por el "error" carcelario.
Y del cine, de nuevo a la televisión: un breve fragmento en que se
ve al ex presidente de Iraq camino a la horca (secuencia que cámaras
clandestinas se ocuparán de ampliar y difundir a través de Internet,
de manera que se puedan apreciar los segundos finales en que algunos
gritan contra el reo, pero también el hombre enfrentando la muerte con
dignidad).
Desde hace días la hechura de ese patíbulo no se me aparta de la
cabeza.
Y junto con ella, un caudal de imágenes acumuladas a lo largo de
casi cuatro años: bombardeos, invasión, destrucciones, cuadros
desgarradores de niños muriéndose en brazos de sus padres; ancianos
que miran al cielo como preguntándose qué tipo de Apocalipsis es ese
que ahora les llega, el llanto y las maldiciones regando por igual los
anocheceres.
Al unísono, cifras progresivas rebotando desde el blanco y negro de
las letras: diez mil, veinte mil, cien mil, nadie sabe cuántos civiles
asesinados en Iraq desde el comienzo de la invasión y más de tres mil
hogares norteamericanos llorando la muerte de unos soldados —la mayor
parte menores de treinta años— embarcados en una contienda que nunca
conocerá el sabor de la victoria.
Imágenes sucediéndose a lo largo de un túnel en cuyo final, de
nuevo, aparece —no en la televisión, no en el cine, solo en mi mente—
la imagen del cadalso a la espera de un gran culpable, ya sin embozos,
conocido por muchos, pero que debatiéndose entre mentiras y nuevas
promesas, todavía no comparece.