Imágenes

ROLANDO PÉREZ BETANCOURT

Una imagen lleva a la otra tal si fuera un suceder de puertas abriéndose a lo largo de un túnel.

La televisión muestra a una madre árabe clamando por un hijo. Lleva años sin verlo y casi le bastaría con estirar una mano para llegar hasta él. Y por supuesto que lo haría si no mediaran cercas y armas de fuego y ese despojamiento de la dignidad, en nombre de la bendita seguridad occidental, en que se ha convertido el usurpado pedazo de tierra hacia el cual dirige la mirada.

La base vista por la televisión conduce a otras imágenes apreciadas en el cine durante el último Festival: El camino a Guantánamo, o la historia de tres pobres muchachos paquistaníes que, tras dos años de humillaciones y torturas, regresan a la vida sin que hasta ahora nadie les haya ofrecido una disculpa por el "error" carcelario.

Y del cine, de nuevo a la televisión: un breve fragmento en que se ve al ex presidente de Iraq camino a la horca (secuencia que cámaras clandestinas se ocuparán de ampliar y difundir a través de Internet, de manera que se puedan apreciar los segundos finales en que algunos gritan contra el reo, pero también el hombre enfrentando la muerte con dignidad).

Desde hace días la hechura de ese patíbulo no se me aparta de la cabeza.

Y junto con ella, un caudal de imágenes acumuladas a lo largo de casi cuatro años: bombardeos, invasión, destrucciones, cuadros desgarradores de niños muriéndose en brazos de sus padres; ancianos que miran al cielo como preguntándose qué tipo de Apocalipsis es ese que ahora les llega, el llanto y las maldiciones regando por igual los anocheceres.

Al unísono, cifras progresivas rebotando desde el blanco y negro de las letras: diez mil, veinte mil, cien mil, nadie sabe cuántos civiles asesinados en Iraq desde el comienzo de la invasión y más de tres mil hogares norteamericanos llorando la muerte de unos soldados —la mayor parte menores de treinta años— embarcados en una contienda que nunca conocerá el sabor de la victoria.

Imágenes sucediéndose a lo largo de un túnel en cuyo final, de nuevo, aparece —no en la televisión, no en el cine, solo en mi mente— la imagen del cadalso a la espera de un gran culpable, ya sin embozos, conocido por muchos, pero que debatiéndose entre mentiras y nuevas promesas, todavía no comparece.

 

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