¿Estaremos a las puertas de revertir tan lamentable ausencia? Al
menos este fin de año apareció una fórmula promisoria, la de la
colaboración entre el ICRT, el ICAIC, el Consejo Nacional de las Artes
Escénicas y otras instituciones culturales.
La más reciente entrega, una versión de Largo viaje del día
hacia la noche, confirma que no es un lujo sustentar proyectos de
tal naturaleza, sino una necesidad espiritual y una respuesta vital a
la aspiración de formar un público culto.
Largo viaje de un día hacia la noche nos puso en contacto con
un clásico del teatro norteamericano del siglo XX. Eugene O’Neill
(1888–1953), todo un personaje él mismo, la escribió en 1941 pero solo
se estrenó en 1956 y le valió un Premio Pulitzer post mortem. O’Neill
ya era un escritor sumamente reconocido cuando concibió la pieza,
incluso había merecido en 1936 nada menos que el Premio Nobel.
Esta es su obra más desgarradora y sincera, dura e implacable,
quizás una de las cotas más altas del realismo psicológico en la
escena contemporánea. De marcado carácter autobiográfico, Largo
viaje¼ retrata al propio autor y a su
familia en un momento crucial de sus vidas. Como en el teatro griego
clásico, que en sus tragedias pone el acento en la revelación de la
culpa y la purificación, los cuatro personajes principales del drama,
en el curso de un día, sacan a relucir sus fantasmas, hacen terribles
confesiones, desatan sus más oscuras pasiones, y tratan de redimirse a
los ojos del público. Pero a diferencia de los clásicos griegos, en el
Largo viaje¼ , más allá de la espesa
niebla del alcohol y la droga que fungen como elementos de destrucción
de los personajes, O’Neill no escruta el destino ni apuesta a una
lección moral. La familia de los Tyrone irremisiblemente se desmorona.
La densidad de ese proceso de decadencia, que mucho tiene que ver
con los valores de una sociedad enferma en la que la codicia y la
hipocresía se revelan como tumores malignos, fue el logro supremo de
la puesta en pantalla de Tomás Piard, al impregnar de una humedad
corrosiva —esas persistentes goteras— las secuencias, mostrar las
grietas del espacio escénico, privilegiar la lectura de los rostros de
los protagonistas e iluminar los movimientos corporales con la pátina
de la degradación.
Todo ello fue posible gracias a la comprensión de la estética con
la que Piard asumió la actualización de la obra por parte de sus
colaboradores: el director de fotografía Raúl Rodríguez, el diseño
escenográfico de Pastorita Sáez, la ambientación de Xiomara Ibáñez, la
edición de Fermín Domínguez y la banda sonora de Ariel Moronta, en la
que resaltó el dramatismo de la sonata de Beethoven interpretada por
Ulises Hernández.
Pero sobre todo pesaron las actuaciones. Este es un tipo de obra en
la que los choques interpersonales son tan continuos y ríspidos que se
corre el peligro de la exageración. Con suma contención y mucha
convicción, los conflictos se fueron desatando mediante una Eslinda
Núñez que solo dejó entrever la enajenación de su personaje; un Aramís
Delgado que nos recordó su auténtico linaje teatral, un David González
que reveló lo mejor de su talento, una Valia Valdés que en su pequeño
papel cumplió con creces su cometido, y un Osvaldo Doimeadiós que a
muchos habrá sorprendido por su garra dramática, pero no a quienes le
vimos desde los días de estudio en el Instituto Superior de Arte como
uno de los más completos actores que podía nacerle a la escena cubana.
Piard dedicó esta puesta a Vicente Revuelta, quien estrenó a
O’Neill en los días fundadores de Teatro Estudio. Tiempos de
refundación le hacen falta a la programación dramática de la TV
Cubana.