Largo viaje del día hacia la noche

PEDRO DE LA HOZ
pedro.hg@granma.cip.cu

Es una verdadera lástima que la transmisión de versiones televisivas de obras teatrales sea tan escasa en nuestro medio. Lo que años atrás era práctica habitual y momento esperado de la programación, se ha perdido. Lo que fue sistemático —Teatro ICR, La comedia del domingo— se ha convertido en excepcional, a pesar de los muchos reclamos del público y los propios realizadores y actores, estos últimos portadores de esa inquietud en más de un foro de la UNEAC.

Osvaldo Doimeadiós y Aramís Delgado en la puesta en pantalla de Piard.

¿Estaremos a las puertas de revertir tan lamentable ausencia? Al menos este fin de año apareció una fórmula promisoria, la de la colaboración entre el ICRT, el ICAIC, el Consejo Nacional de las Artes Escénicas y otras instituciones culturales.

La más reciente entrega, una versión de Largo viaje del día hacia la noche, confirma que no es un lujo sustentar proyectos de tal naturaleza, sino una necesidad espiritual y una respuesta vital a la aspiración de formar un público culto.

Largo viaje de un día hacia la noche nos puso en contacto con un clásico del teatro norteamericano del siglo XX. Eugene O’Neill (1888–1953), todo un personaje él mismo, la escribió en 1941 pero solo se estrenó en 1956 y le valió un Premio Pulitzer post mortem. O’Neill ya era un escritor sumamente reconocido cuando concibió la pieza, incluso había merecido en 1936 nada menos que el Premio Nobel.

Esta es su obra más desgarradora y sincera, dura e implacable, quizás una de las cotas más altas del realismo psicológico en la escena contemporánea. De marcado carácter autobiográfico, Largo viaje¼ retrata al propio autor y a su familia en un momento crucial de sus vidas. Como en el teatro griego clásico, que en sus tragedias pone el acento en la revelación de la culpa y la purificación, los cuatro personajes principales del drama, en el curso de un día, sacan a relucir sus fantasmas, hacen terribles confesiones, desatan sus más oscuras pasiones, y tratan de redimirse a los ojos del público. Pero a diferencia de los clásicos griegos, en el Largo viaje¼ , más allá de la espesa niebla del alcohol y la droga que fungen como elementos de destrucción de los personajes, O’Neill no escruta el destino ni apuesta a una lección moral. La familia de los Tyrone irremisiblemente se desmorona.

La densidad de ese proceso de decadencia, que mucho tiene que ver con los valores de una sociedad enferma en la que la codicia y la hipocresía se revelan como tumores malignos, fue el logro supremo de la puesta en pantalla de Tomás Piard, al impregnar de una humedad corrosiva —esas persistentes goteras— las secuencias, mostrar las grietas del espacio escénico, privilegiar la lectura de los rostros de los protagonistas e iluminar los movimientos corporales con la pátina de la degradación.

Todo ello fue posible gracias a la comprensión de la estética con la que Piard asumió la actualización de la obra por parte de sus colaboradores: el director de fotografía Raúl Rodríguez, el diseño escenográfico de Pastorita Sáez, la ambientación de Xiomara Ibáñez, la edición de Fermín Domínguez y la banda sonora de Ariel Moronta, en la que resaltó el dramatismo de la sonata de Beethoven interpretada por Ulises Hernández.

Pero sobre todo pesaron las actuaciones. Este es un tipo de obra en la que los choques interpersonales son tan continuos y ríspidos que se corre el peligro de la exageración. Con suma contención y mucha convicción, los conflictos se fueron desatando mediante una Eslinda Núñez que solo dejó entrever la enajenación de su personaje; un Aramís Delgado que nos recordó su auténtico linaje teatral, un David González que reveló lo mejor de su talento, una Valia Valdés que en su pequeño papel cumplió con creces su cometido, y un Osvaldo Doimeadiós que a muchos habrá sorprendido por su garra dramática, pero no a quienes le vimos desde los días de estudio en el Instituto Superior de Arte como uno de los más completos actores que podía nacerle a la escena cubana.

Piard dedicó esta puesta a Vicente Revuelta, quien estrenó a O’Neill en los días fundadores de Teatro Estudio. Tiempos de refundación le hacen falta a la programación dramática de la TV Cubana.

 

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