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Sin dormirse en los laureles
AMADO DEL PINO
Rara vez coinciden sobre un escenario tres premiados por la obra
de toda la vida. Se trata en este caso de dos laureados del teatro
(el gran dramaturgo Eugenio Hernández Espinosa y la mítica actriz
Hilda Oates) junto al más reciente Premio Nacional de la Danza, el
versátil y consagrado coreógrafo Santiago Alfonso. Sumo a la
constelación la presencia de Eduardo Arrocha, un maestro de la
escenografía y el vestuario al que otorgaría mi voto para la máxima
distinción en cualquiera de las dos categorías de nuestras artes
escénicas, pues entre lo teatral y lo danzario se ha movido su larga
y fecunda obra.
Obba Yurú forma parte del valioso puñado de monólogos que
Hernández Espinosa nos ha regalado en las últimas décadas. Sin la
vocación callejera y sabiamente popular de Emelina Cundiamor
o de Lagarto pisa bonito, aquí Eugenio se concentra más en
los matices del mito afrocubano y confirma la capacidad literaria y
filosófica que se palpa en su clásica María Antonia. La
palabra reina y la acción se vincula sobre todo a las pasiones
ilustradas con fluidez y gracia.
La puesta en escena —a cargo del propio autor— asumió el dilatado
escenario de la sala Covarrubias del Teatro Nacional, casi nunca
utilizado para espectáculos unipersonales. Claro, aquí el personaje
y la actriz no están solos, sino en compañía de un conjunto danzario
de muchas posibilidades expresivas. Alfonso se ratifica como un
maestro de las composiciones escénicas. La alternancia entre los
textos del monólogo y las imágenes coreográficas arroja como
resultado un hermoso espectáculo que —a pesar de la continua y a
ratos excesiva fragmentación— conserva la esencia de lo dramático.
Hubiese sido preferible que algunas de las intervenciones del
excelente cuerpo de baile resultaran más sobrias y breves. Por
ejemplo, la robusta imagen final con palomas al vuelo se debilita un
tanto por el derroche de movimiento.
Eugenio saca partido a los preciosos diseños de escenografía,
luces y vestuario de Arrocha. La poesía visual confirma la
naturaleza poética del texto y se convierte en una fiesta de los
sentidos. Los objetos no compiten con la figura humana sino que la
complementan y dimensionan.
Resulta emocionante asistir al palpitante desempeño de una Hilda
Oates octogenaria pero vitalísima. Sus movimientos no pueden ser ya
los de 1967 cuando hizo suya para siempre la leyenda de María
Antonia; su memoria por momentos parece estar a punto de
traicionarla. Pero Hilda conserva lo más importante: la capacidad de
emocionarse y emocionarnos con esa voz peculiar y entrenada; la
interiorización de los dolores y clamores de su personaje, esa
proyección repleta de autenticidad y rigor.
No encuentro mejor cierre para esta breve reseña que unas líneas
que escribí una década atrás, cuando entré por primera vez en
contacto con Obba Yurú: "Los lamentos de Obba son un canto a
la complejidad de la vida, a la perseverancia del infortunio y a la
incansable fuerza del amor". |