Andes, Sevilla y Tecalitlán sinfónicos

JORGE FIALLO

Del último concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional salimos con la sonrisa más amplia y eso tuvo que ver con las obras, el desempeño del director Enrique Pérez Mesa y los dos solistas de guitarra, Rosa Matos y Aldo Rodríguez, además de que las partituras escogidas se remiten a una base popular llena de gracia y chispeante expresión.

Foto: JOSÉ M. CORREAAldo Rodríguez, guitarrista.

En el Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo, la interpretación de Rosa Matos tuvo muchas connotaciones: estuvo dos años fuera de los escenarios que la premiaron porque le tocó el premio de la maternidad. Vino preocupada, pero eso apenas se hizo sentir en algún desliz o acomodo a sus dedos, pero incluso así mostró dominio y buena preparación. Lo demás anticipa su renovada dosis de experiencia vital, la fuente real de toda expresión artística, pues la vida le va cargando cada frase con la profundidad y autoridad que no da el aula.

El guitarrista Aldo Rodríguez, quien viene ya de vuelta en estos andares, trajo más leña al fuego con la Suite argentina, de Eduardo Falú, orquestada por Oscar Cardoso para guitarra, cuerdas, trompa y clave (en este caso piano). Además de su amplio dominio del repertorio mal llamado universal (que el Sur es también universo), su estima por la música latinoamericana se percibe en esa expresión tan oportuna, precisa y suelta a la vez, con la que desgrana ritmos y dice melodías.

Su guitarra habla con la voz de la Pachamama a dúo con el gaucho, en el redoble con sabor de los rasgueados, o la parada en seco de los tapados, o el sentimentalismo y el particular estilo que se llama a veces de guitarra andina, o una melodía que comparte con la profunda expresión de la trompa, no la alpina, sino la de esos Alpes nuestros que son los Andes, en manos de Francisco Santiago, que arma un diálogo con la guitarra bien amalgamado tímbrica y expresivamente en el segundo movimiento, pero en el quinto se gana la escena a golpe de pulmón y corazón.

Mención aparte para el maestro Enrique Pérez Mesa, que desde el primer gesto de la batuta se sintió la orfebrería sonora desplegada por él en matices de dinámica, de tiempo, de acentos y de carácter expresivo, bien balanceados y contrapesados en todo el programa, pero aquello fue apoteósico en el Huapango, de Juan Pablo Moncayo.

Con su versión me ha sucedido algo curioso: lo tengo grabado por el Mariachi Vargas de Tecalitlán en una retoma de lo auténtico que ya Moncayo le puso cuando lo llevó al concierto y ellos lo edulcoran para escenarios diversos entre la pista y el estudio de grabación. Pues bien: nuestra Orquesta Sinfónica Nacional sonó con una carga de mariachi que no se la imaginan si no les cuento del cuidado de la batuta al atril, los arcos, vientos, percusión y mención a la trompeta de Jorge Rubio y al arpa de Mirtha Batista, que se destacaron en el logro del color típico, uno con el brillo y aliento, la otra con el desgranado y el pulso del toque, a lo mero mero jarocho.

 

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