
Sabio juego en el
comienzo
AMADO DEL PINO
Las primeras jornadas de
Mayo Teatral revelan el rigor y la variedad que caracterizan a este
evento organizado por Casa de las Américas. Dos unipersonales y una
obra múltiple y rica llegaron a nuestra capital por estos días de
la arrancada. Medea llama por cobrar, del grupo ecuatoriano
Zero no Zero, utiliza levemente el archiconocido mito griego para
adentrarse en un discurso muy verbal y, a ratos reiterativo. Desde
el referente del espectador cubano al menos, muchos de los
legítimos argumentos del texto devienen panfletarios y previsibles.
Sin embargo, el espectáculo, dirigido por Peky Andino Moscoso, se
sostiene por la variedad de recursos histriónicos de María
Beratriz Vergara y porque las palabras —aunque redundantes, al
igual que la banda sonora— están defendidas con autenticidad y
vigor.
También apoyada en el
encanto de una actriz pero en un tono ligero y por momentos
voluntariamente frívolo, Regina en diván propone un
divertimento que mucho se agradece en el espacio del cabaret.
Explotando más sus cualidades como cantante que la magia teatral,
Regina Orozco da pruebas de variedad en ciertos registros a partir
de su propio carácter, pero repite poses y tics con más de
caricatura que de interiorización. Hubiese preferido un movimiento
escénico y una sobria dramaturgia que —sin desligarse de la
alegría del medio—confiriera más trascendencia artística al
intercambio de bromas y canciones.
Confieso que pocas veces
en las últimas temporadas un espectáculo me ha hecho disfrutar y
pensar tanto como La estupidez, del grupo argentino El
Patrón Vásquez. El conocido dramaturgo Rafael Spregelburd —ganador
con este texto del Premio Tirso de Molina 2003— lleva hasta
límites insospechados las posibilidades del juego y de la parodia.
El autor-director revisita géneros, entra y sale de un argumento
febril pero detallado, dinamita las fronteras de las convenciones
teatrales con mucha más magia que artificio. Espectáculo extenso,
moroso, delicioso en sus trampas y silencios, solo podría
pedírsele una leve poda en la última media hora donde se reitera
un tanto el uso de la voz en off.
Esta obra de arte se
nutre del cine, el folletín, la televisión, el humorismo popular,
yuxtaponiendo con singular eficacia los intercambios de diálogos
ingeniosos, cortos, aparentemente fragmentados con monólogos que
llegan a ser delirantes. Ni la formidable banda sonora ni el más
pequeño de los objetos juegan una función decorativa sobre el
escenario. La cortina se corre y descorre con sentido; los ruidos
ambientes o grabados adquieren similar resonancia a la de un
parlamento clásicamente dicho. Estamos aquí en el reino de lo
simultáneo, lo superpuesto, lo brillantemente revuelto.
La estupidez se
asoma a temas esenciales como la relatividad del valor artístico,
el lugar de la ciencia o la inteligencia en la sociedad; el sentido
de la compañía y hasta del amor, pero todo resuelto sin asomo de
retórica, a través de una límpida teatralidad. La alternancia de
una multitud de personajes en un manojo de actores parece desafiar
la lógica del tiempo y del espacio. La puesta nos recuerda que este
instantáneo vestir y desvestir un cuerpo, esta figura geométrica
construida ante nuestros ojos, a partir de la piel y las almas, solo
puede conseguirse sobre un escenario. Los cinco actores ofrecen una
clase magistral de fluidez, gracia, sinceridad y un manejo a la vez
supersincronizado y natural de sus energías. Héctor Díaz y Andrea
Garrote sobresalen por sus dotes de comediantes y por la sabiduría
con que nos hacen entrar a lo sentimental o lo reflexivo por un
camino bien alejado del melodrama. Alberto Suárez, Mónica Ralola y
el propio Spregelburd, como actor, mantienen ejemplarmente el ritmo
y la transparencia de la puesta.
Lanzando sus flechas
contra fantasmas tan visibles como la estupidez, la avaricia, la
torpeza, el cinismo, la banalidad, la incomunicación de estos
años, los teatristas argentinos nos devuelven certezas ubicadas en
el hemisferio contrario: las variantes de la agudeza y el enorme
poder de lo sutil que no teme adentrarse en el reino de la burla.
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