Capote

ROLANDO PÉREZ BETANCOURT
rolando.pb@granma.cip.cu 

Cuando todavía el filme Capote no estaba en cartelera y unos pocos elegidos lo habían visto, de lo primero que hablaban era de la actuación de Seymour Hoffman, a quien le auguraban los más grandes reconocimientos por el papel del escritor.

Capote puede verse en La Rampa, que en su primera función exhibe también la versión de A sangre fría, realizada en 1967

Basta ver unos segundos a Seymour, trago en mano y transformando su potente voz en un graznar de gaviota, para comprender que la personalidad de Truman Capote fue absorbida hasta el tuétano. Egocéntrico, ruidoso, niño mimado de las letras durante un tiempo, el autor de Desayuno en Tiffanys se había definido a sí mismo de la siguiente manera: "Soy alcohólico, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio".

Si bien disfrutar de la actuación de Seymour Hoffman es una fiesta, decir —como algunos han dicho— que Capote, la película del debutante Bennett Miller es un filme de "actuación", sería una injusticia. La trama se centra en esa interpretación, es cierto, pero también expone reveladoras facetas y desmiente leyendas relacionadas con que el escritor prefería las francachelas a las disciplinas que impone la creación literaria.

Y lo hace centrándose en los años durante los cuales Capote se dedicara con enfermiza obsesión, primero a investigar y más tarde a darle vida a la que se considera una de las novelas más contundentes del pasado siglo, A sangre fría, la obra que lo llevara a la cumbre y también —ríos de alcohol mediante— a la tumba.

El filme de Miller, con altibajos en un guión de efectiva crecida dramática hacia los finales y sin resaltes en su composición visual, se propone, y lo logra, instalar en el espectador la sospecha de que Truman Capote, debido a su comportamiento y maniobras legales con los asesinos de la familia masacrada en Kansas, en 1959, se siente —tras ejecutada la sentencia a muerte y la salida exitosa de su novela— también un homicida.

Desde que lee en un periódico el asesinato de la familia Clutter, hasta los finales de la novela, se aprecian las argucias y desdoblamientos a los que acude el autor para lograr sus propósitos. Miente, seduce, se ahoga en contradicciones, bebe e interroga sin descanso hasta calar en los arcanos del hecho sangriento y en ciertos instintos de su sociedad.

Cuando Truman Capote murió en 1984, a los 60 años de edad, era una verdad a voces que su autodestrucción, su camino sin freno hacia los infiernos, había comenzado con el proceso creativo de A sangre fría, y eso está bien dado en este filme, que aunque se basa en una exitosa biografía de Gerald Clarke, se afinca en aquellos años de labor creativa.

Si bien llovieron aplausos al publicarse en 1966 A sangre fría, a Truman Capote no le parecían suficientes. Conocidas son sus cartas en las que se queja de que sus libros no habían recibido los grandes reconocimientos otorgados a "mis imitadores", entre los que cita a Norman Mailer y a Gore Vidal.

En 1980, en el prefacio de Música para camaleones, se preguntaba, no sin desesperación, por qué "nunca, ni una sola vez en toda mi vida de escritor, exploté por completo todo lo que sé".

Y poco antes de morir, confesaba en una de sus últimas entrevistas lo que parecía ser una respuesta a aquella interrogante: porque a la libertad con que vivía le faltaba mucho para ser absoluta, porque no había bebido suficiente ácido de los abismos, porque se acercaba a la realidad con escrúpulos en vez de mancharse de sangre, como lo exigía su conciencia.

Los que vean ahora la película, se darán cuenta de que, como en otros muchos aspectos relacionados con Truman Capote, la verdad de esas palabras pudiera estar conectada también con una convicción a medias.

 

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