Ciénaga, nueva memoria (2)
Yo soy hijo del fango y el mosquito
PEDRO DE LA HOZ
Fotos: JOSÉ M. CORREA
Al este de Pálpite,
Piojota, apenas un claro en el soplillar, después de un par de
kilómetros de terraplén por el borde del pantano. Allí Amado
Moreira y su pequeña tropa tienen su plan, como le llaman los
carboneros al área donde levantan los hornos.
Amado Moreira en medio de la labor de ensaque de carbón.
Carbonero, duro oficio
entre los más duros.
"Dígalo,
amigo, no se quede con la duda por dentro. Le ronca, sí señor, ser
carbonero. Si me fuera dado nacer en esta época, seguro que no iba
a estar en el plan. O quién sabe. Porque ya somos pocos los que
quedamos y el carbón tiene demanda, más de la que usted imagina.
Lo mío viene de muy atrás. Yo soy hijo del fango y el mosquito".
Piel cetrina, ojos
claros, cuerpo delgado y espigado de pura fibra muscular a pesar de
los años. Lengua fácil y decidora, lo que se dice un pico de oro.
"Éramos
catorce hermanos. Fui el menor. La vieja me parió en pleno monte,
al lado de una zanja, donde le cogió a la familia el alumbramiento.
Si fuera a medir el hambre que pasamos, no alcanzarían todas las
varas de este mundo. Sobrevivíamos del carbón y la caza, de un
lado a otro por toda esta región. Éramos un poco jíbaros, sí
señor. Por techo tuve guano; por cuna, un catre; por mosquitero, un
saco de yute. Y no te quejes de la rudeza del saco, que si sacabas
la cabeza o un brazo después de la caída del sol, te lo
acribillaban los mosquitos o los jejenes. ¿Medicinas? Me da gracia
cuando ahora hablan de Medicina Verde, cuando fue la única que
prácticamente conocí. ¿Escuelas? Si acaso un par de tristes
escuelitas en cien leguas a la redonda".
El apellido delata
ascendencia gallega. De Canarias, Galicia y Asturias se fue armando
la fisonomía de los cenagueros en las tres primeras décadas del
siglo XX. Esas tierras bajas, hirsutas y pantanosas, también
míticas por sus cuentos de aparecidos y las historias de
cimarrones, era una especie de segundo peldaño en declive de la
suerte de los inmigrantes isleños y peninsulares que huyeron de las
guerras africanas de la antigua metrópoli.
El horno humeante debe ser velado día y noche.
Los que no tenían un
tío o un primo en un almacén o una bodega en ciudades y pueblos,
los que no podían hacerse de un pedazo de tierra en arrendamiento,
los que apenas sabían las formas de las letras y los números,
hallaron en la Ciénaga de Zapata la única oportunidad posible.
Recias maderas
necesitaban los caminos de hierro que se expandían a lo largo de la
Isla en el auge del emporio azucarero yanki y de la sacarocracia
criolla. Y la Ciénaga era pródiga en árboles buenos para polines
y traviesas, a más de facilitar materia prima para el carbón,
combustible de amplio uso en las localidades circundantes.
"Gallegos
eran todos, no importa de qué lugar de España hayan venido.
Fuertes para el trabajo y brutos de entendederas. Muchos de ellos
solitarios. Cortaban árboles y arreaban los bolos sobre el pellejo
de la espalda, a puro huevo, en zorras, que así le llamaban a esas
parihuelas de arrastre. Le sabían un mundo a la fabricación del
carbón pero de nada servía, puesto que les robaban hasta el alma.
El negocio estaba bien repartido: te compraban la madera y el
carbón por apenas unos centavos: quedabas debiéndole al tendero y
a las once mil vírgenes. Te empeñabas hasta los tuétanos y
tenías que volver a las zanjas, al plan, a la explotación maderera
y al carbón. No te levantabas más nunca. Casi no veías a la
gente. Tu compañía eran las noches, los ruidos del monte, el
aguardiente y el reflejo de tu cara en los charcos. Yo conocí a
gallegos que hablaban solos, que conversaban con ellos mismos. Y no
estaban locos, no señor, era gente que hablaba en voz alta para no
olvidar las palabras".
Al carbón vegetal hay
que cogerle el golpe; saber construir el horno en forma de pirámide
y crear una barrera física que aísle la madera del exterior, para
evitar que al calentarla el oxígeno del aire la incendie. Y luego
velar días y noches hasta que la combustión, que alcanza entre 400
y 600 grados centígrados, se complete.
Cuando falla la motosierra, Amado blande la rabilarga.
"El
mejor carbón es de yana, pero al soplillo, que abunda bastante
aquí, también se le saca partido, si usted es un experto
carbonero. Este oficio no solo exige tener los sentidos bien
despiertos; hay que conocer hasta el manejo de los bosques para
evitar la deforestación. A mí han venido a verme un montón de
especialistas para enterarse de cómo voy rotando las talas sin
dañar el monte. Tú no puedes destruir lo que te da de comer y te
llena la vista de maravillas, porque, amigo, la Naturaleza de la
Ciénaga es una bendición".
Amado saca muy bien sus
cuentas. Ha visto mucho como para saber que es más el tiempo que
lleva de nueva vida en la Ciénaga.
"No
tengo necesidad de meterle un teque a cualquiera para mostrarle la
otra cara del cenaguero, la que le dio la Revolución. Electricidad,
carreteras, asistencia social, viviendas, médicos, y lo más
importante, la alegría de vivir. Faltan cosas y hay problemas como
en cualquier otra parte del país. Yo mismo me quejo, y no dejaré
de hacerlo hasta que me escuchen, de la atención al hombre en la
EMA (Empresa Municipal Agropecuaria); el carbón acaba con la ropa y
una muda al año no es suficiente. Yo mismo tengo criterios sobre
las tarifas de estimulación en divisas. Sí, amigo, te dan unos
centavitos por cada saco de carbón de calidad exportable y aquí
pensamos que pueden ser más. En pesos nos pagan bien por la
producción. Con las motosierras, el trabajo se ha humanizado,
aunque de vez en cuando falte una pieza y tengas que volver a
echarle mano a la rabilarga. No me pesa, estoy acostumbrado al
hacha. La proteína está asegurada. Vea lo linda que está la piara
de cochinos y lo que rinden los ovejos. Vamos a ir mejorando el
plan. El día menos pensado a estas casetas que nos resguardan de la
humedad de la noche y los mosquitos le ponemos un panelito solar
para el televisor. Entonces vendrá la bronca entre la novela y la
pelota".
En el claro del monte se
acumulan los sacos de carbón. Ha sido abundante el rendimiento del
último horno. En par de días, Amado y su tropa levantarán uno
nuevo.
"Oiga,
amigo: Por muy duro que sea esto de hacer carbón, quiero decirle
que vale la pena. Soy un hombre feliz, no lo dude. Y escriba bien
esto: no soy más comunista ni revolucionario que nadie, pero el
cenaguero que no esté con la Revolución, merece que lo capen a
macetazo limpio, sí señor".
Ciénaga, nueva memoria
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