La horrible cara del racismo

ARNALDO MUSA
musa.amp@granma.cip.cu

Palm Island es una pequeña comunidad de Townsville, en el estado australiano de Queensland. Allí, Cameron Doomage fue detenido por cantar en una calle. Una hora y media después estaba muerto en el calabozo. Más de 200 agentes tuvieron que ser enviados al lugar, para reprimir las manifestaciones contra lo que muchos consideraban asesinato.

Desmanes racistas en Sidney.

Esto fue en noviembre del 2004, pero desde entonces hechos similares han acaecido de una u otra manera en la desarrollada Australia. Sus víctimas, además de aborígenes, han sido en los últimos tiempos inmigrantes y sus descendientes de origen asiático y árabe, estos últimos los más atacados por los neonazis y otros educados en esa sociedad exclusivista.

Sydney y la generalmente tranquila Canberra, la capital, han sido escenarios desde diciembre pasado de esa violencia racista, calificada como la peor en las últimas décadas, incomparable aún con la ejercida contra los aborígenes desde que los ingleses pusieron pie en tierra australiana.

En Sidney todo se inició por una pelea entre adolescentes en la playa de Cronulla. Uno de los agredidos fue un niño de 14 años, salvavidas voluntario, quien solo tuvo lesiones menores, pero parte de la prensa local exacerbó los ánimos contra residentes libaneses de los alrededores, y las pasiones se desataron, sin que la policía hiciera mucho por detenerlas.

Mientras el primer ministro John Howard repetía una y otra vez que Australia no es un país racista, lo de Cronulla se repetía en otras partes del país, con protagonismo especial para jóvenes borrachos en las cacerías racistas con porras, banderas australianas y lemas nazis. Decenas de peatones resultaron heridos y mujeres musulmanas apaleadas.

Noventa días después del brote principal, aún se trata de "ajustar cuentas" a "las personas de apariencia próximo-oriental", según la terminología oficial, corroboró el periódico Sydney Morning News, el cual subraya que la meta de los racistas es "romper los huesos" de los inmigrantes.

La violencia estalló justo cuando Canberra reforzó su arsenal legislativo contra el terrorismo. Las fuerzas de seguridad pueden mantener detenidos a los sospechosos durante varias semanas, sin que medie inculpación, y están autorizadas a disparar a matar en determinadas circunstancias. Bajo este clima se han encarcelado a australianos que se oponen a la participación de su país en la agresión a Iraq.

NADA QUE ENVIDIAR

El gobernador del estado de Nueva Gales del Sur, Morris Iemma, declaró que la violencia era "la horrible cara del racismo en Australia", y sostuvo que, a despecho de lo que dice Howard, sí existe un racismo subyacente en la isla-continente.

Siempre se ha señalado justamente a Estados Unidos como el clásico modelo del racismo, después de haber sido eliminado el apartheid de Sudáfrica, pero en este triste libro Australia tiene un capítulo propio.

Durante muchos años, los gobiernos de esa nación han adoptado una política de alianza con Estados Unidos, y en ese sentido han basado su estrategia en el Pacífico, hasta el punto de que mientras el mundo cuestiona el unilateralismo norteamericano y su estrategia de golpe de antemano, Australia expresó que compartía esa misma posición. Ese sentido de ubicarse como una nación occidental, le granjeó las antipatías de las vecinas naciones asiáticas musulmanas y exacerbó el racismo.

Un país de inmigrados europeos ha visto una creciente entrada asiática, lo que hace que tal coexistencia y convergencia se convierta en un gran problema social.

Para comprobarse que el racismo de viejo cuño sigue existiendo en Australia, no hay más que ver los desmanes casi impunes contra la población autóctona y los inmigrantes en general. La afirmación del Gobierno de que combate el racismo y estimula la cooperación multilateral está aún por ver en la práctica.

 

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