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Actuación legendaria
AMADO DEL PINO
Acabo
de regresar de la sala Hubert de Blanck animado de varias certezas y
confirmaciones. Tras disfrutar del desempeño de Pancho García en La
legionaria, se comprueba que el monólogo es ejercicio ideal
para la madurez de un actor, prueba de fuego de su variedad de
recursos sobre las tablas. García se desentiende del travestismo
superficial, del amaneramiento ridículo con que muchas veces los
actores asumen los personajes femeninos. Vale la pena citar las
palabras de la conocida dramaturga española Paloma Pedrero que el
programa de mano reproduce: "A los dos minutos es imposible pensar
que esa señora tiene adentro a un hombre, a los dos minutos ella es
ella por dentro y por fuera; en lo que se ve en lo que se oculta, en
el cuerpo y en el alma".
El texto, del también
español Fernando Quiñones, es asumido por nuestro Pancho de una
forma ejemplar. El actor juega con la historia, la contrae, la
alarga, la apresura o la detiene, pero siempre a través de un
profundo respeto por la vida de esta mujer que ha ejercido
largamente la prostitución sin despojarse de ese sitio que —a
falta de otro término— seguimos llamando alma. En la arrancada de
la función hubiese preferido que el intérprete bromease y se riera
un poco menos, en aras de "atacar" lo dramático. Pero el público
se regocija, hasta piensa a partir de las bromas de esta desenfadada
criatura. Si el juego, a ratos grueso y voluntariamente procaz, con
el espectador no desemboca en la chabacanería, es gracias al
encanto de la actuación y a la mesura del espectáculo.
La puesta en escena de
Susana Alonso —quien tuvo a su cargo también la inteligente
adaptación del relato de Quiñones— se juega casi todas sus
cartas al virtuosismo actoral. Los escasos objetos que rodean a la
protagónica cama están usados con eficacia y sabiduría. Tal vez
se pudo trabajar más los desplazamientos laterales o de fondo y
evitar cierta rutina en el deambular del escenario hacia la platea.
Pero contando con un texto robusto y una caracterización de lujo
como esta, casi toda la pelea está ganada. Las luces —firmadas
por la inolvidable Saskia Cruz— contribuyen a la atmósfera entre
nostálgica y juguetona. Pancho tiene en sus manos los demás
elementos y hace del público ese cómplice perenne al que aspiramos
siempre los teatristas. Su cadena de acciones resulta invisible de
tan fluida y el trabajo en el decir una clase magistral de pausas,
valoraciones y pulcra dicción. El final se torna impactante porque
apela al sentimiento, después de tanta risa, al amor tras haber
recorrido todas las variantes de la sexualidad pagada o voluntaria.
Quiñones, Susana y Pancho parecen decirnos que es válido asumir,
rehuyendo el estereotipo, la biografía de una mujer que gozó y
sufrió en proporciones similares.
La legionaria —que
puede verse hasta el 30 de octubre en la sala de Calzada y A— nos
demuestra además cuánto puede crecer un espectáculo cuando se
mantiene durante años en escena y sus creadores lo cuidan con
deleitación y esmero. Había asistido a una función a finales de
la década pasada y ahora encontré más humanidad, más acabado en
los detalles, más intenso el diálogo. Este espectáculo se
convierte también en un estímulo para cuidar y preservar vivo
nuestro —casi siempre inestable y frágil— repertorio teatral.
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