El bloqueo

El precio de una mentira

NIDIA DÍAZ

Siempre se ha dicho, y no sin razón, que Cuba es la mentira que más cara le ha costado al imperio. Desde 1959 diez administraciones estadounidenses no se han cansado de repetir, para justificarlo, que el bloqueo económico, comercial y financiero fue y es la respuesta del Gobierno de los Estados Unidos a las nacionalizaciones que con justo derecho la Revolución triunfante dispusiera contra los pulpos monopólicos yankis que expoliaron durante décadas los recursos del pueblo cubano.

Tal guerra económica contra nuestro pequeño país —la más larga y prolongada de la historia—, calificada según la ley internacional como una acción de genocidio, no es otra cosa que la expresión más cobarde de sus viejos sueños de dominación colonial.

Es el precio que nos han hecho pagar por la irredenta voluntad de los cubanos de defender nuestra soberanía, nuestra independencia y las conquistas irreversibles del socialismo.

Para intentar doblegarnos no han bastado las más sórdidas campañas de descrédito, sabotajes, agresiones militares, planes de asesinato de nuestros principales dirigentes y los frustrados intentos de vertebrar una oposición interna entre sus exiguas huestes de mercenarios y anexionistas, que solo han engordado con su dinero sin conseguir jamás una base de apoyo para sus planes de conquista.

Y, sobre todo, han articulado el más constante y abarcador de sus métodos: el bloqueo, al que eufemísticamente han denominado embargo con el cínico objetivo de engañar a la opinión pública internacional y a su propio pueblo.

Este es un viejo tema, una pulseada de fuerza que las generaciones por venir, al revisar esta parte sórdida de la historia del más poderoso imperio que jamás se haya conocido, incrédulas se preguntarán el porqué de tanta saña y de tan desmedido odio.

Por ello, no es ocioso desmontar una vez másla mentira y recordar cómo sucedieron de verdad los hechos y cómo quedó instrumentada esta guerra de agresión económica contra nuestro pueblo, devenida nudo gordiano en las relaciones entre los dos países.

El triunfo del 1ro de Enero de 1959 no sorprendió al Gobierno de los Estados Unidos. Mucho dinero invirtieron y muchas maniobras realizaron para impedirlo desde que el colapso de la tiranía que auparon se había convertido en inevitable.

La embajada "americana" cabildeó muchísimo entre las pocas figuras potables que quedaban de aquel remedo decadente de República mediatizada y, hasta el último momento, creyeron que aquella junta encabezada por el magistrado Piedra y en la parte militar por el general Eulogio Cantillo, a la que se sumaron algunos representantes de las llamadas fuerzas vivas, podría detener el avance de los nuevos mambises.

En su lógica y prepotencia imperial, los yankis, ante lo inevitable, apostaron a que los líderes de esta nueva gesta emancipadora no podrían lidiar con una realidad que se expresaba en cifras y hechos: el 70% de las importaciones del país provenían del poderoso vecino del Norte y este compraba el 69% de nuestras exportaciones.

Para rematar era el principal inversionista en la Isla y nuestra cuota azucarera en el mercado norteamericano significaba el 33% del consumo de ese país, con partidas anuales de entre 3,5 y 4 millones de toneladas a precios preferenciales.

A esto habría que sumarle que el dictador derrocado, Fulgencio Batista, los represores que sustentaron el régimen y sus cómplices dejaron exhaustas las arcas del Estado, que solo contaba con una reserva bruta o en dólares inferior a 70 000 000 de pesos, cuando en 1955 esa cifra superaba los 509 000 000 de dólares.

La política, se ha dicho, es la expresión concentrada de la economía y Washington actuó en consecuencia.

Cuando el 17 de mayo de 1959 se firma la primera Ley de Reforma Agraria ya la suerte de la Revolución y sus relaciones con el poderoso vecino estaba echada. Ellos, con su prepotencia, soberbia y arrogancia, la habían decidido.

En fecha tan temprana como el 12 de febrero de 1959, el Gobierno norteamericano le negó al joven Gobierno revolucionario la concesión de un pequeño crédito que se recababa para mantener la estabilidad de la moneda nacional y a partir de esta fecha desencadenaron la escalada de agresiones.

En agosto de aquel año, como represalia a la rebaja de las tarifas eléctricas, la American Foreing Power, casa matriz de la mal llamada Compañía Cubana de Electricidad, canceló un financiamiento por 15 000 000 de dólares y se prohibió la entrada de frutas frescas cubanas a la Florida.

En junio de 1960 cortaron el suministro de petróleo y las refinerías yankis radicadas en la Isla se negaron a procesar el crudo procedente de la Unión Soviética; en septiembre se suspendieron todos los créditos que habían sido anteriormente otorgados a los bancos cubanos y se "sugiere" a los ciudadanos estadounidenses, no viajar a la Isla.

A principios de julio, y en una intensificación que ya no tendría límites ni fin, el presidente Eisenhower recortó la cuota azucarera a 700 000 toneladas (que fue eliminada en diciembre del año siguiente por el recién electo presidente John Kennedy). En octubre de ese año, decretó el embargo comercial que prohibía las exportaciones a Cuba, con excepción de medicinas y alimentos, y el 3 de enero de 1961 rompe relaciones diplomáticas con el país.

Paralelamente, se apostaba a la fuerza bruta y sigilosamente se preparó la Brigada 2506, avanzada de lo que se planificó fuera el desembarco del ejército norteamericano en tierra cubana.

Bastaron menos de 72 horas para que aquella derrota quedara huérfana y el presidente Kennedy en un vano gesto para ganarse a la ultraderecha local y de compromiso con los mercenarios, firmó la Proclama 3447 que establecía el bloqueo total.

A partir de entonces a aquella Proclama se sumaron reglamentos, disposiciones, bandos al más puro estilo colonial hasta que en 1992 se aprueba la Ley Torricelli que combina por obra y gracia de su llamado Carril II, la guerra económica con su tradicional política de subversión ideológica.

Agazapado en el Senado, Jesse Helms, encarnando lo peor de la fauna ultraderechista local en comunión con la mafia cubano-americana, enquistada e inseparable del establishment, pedía más y más hasta que cuatro años después logra (en 1996) la aprobación de la Ley Helms-Burton, que no solo tenía y tiene un carácter anticubano y anexionista, sino que es ilegalmente extraterritorial.

A la altura de esos años, la Revolución cubana había demostrado al mundo que no solo no se cayó, sino que logró sobrevivir y continuar desarrollándose, a pesar de que sus aliados socialistas europeos habían claudicado frente a los espejitos y abalorios de los nuevos conquistadores. Cuba, además, había creado un inestimable capital humano que se había convertido ya desde entonces en la prueba principal de la justeza y victoria de nuestro socialismo.

A aquel engendro, fruto de los delirios de los anexionistas de siempre, se le añadió desde el 30 de junio del año pasado la entrada en vigor de las medidas anunciadas por el presidente George W. Bush el 6 de mayo anterior, las cuales no solo constituyen una violación de la independencia y la soberanía cubanas, sino una escalada sin precedentes de la más masiva violación de los derechos humanos de nuestro pueblo. Las pocas fisuras que pudo haber tenido la Helms-Burton fueron tapiadas en un nuevo y vano intento de asfixiarnos y rendirnos.

Cifras son las que abundan para corroborar esa afirmación: conservadoramente, el daño causado por el bloqueo en estas más de cuatro décadas se calcula en 82 000 millones de dólares, sin contar los más de 54 000 millones de dólares de pérdidas imputables a daños directos a objetivos económicos y sociales.

Para citar una cifra más cercana, el perjuicio económico ocasionado por el bloqueo al país en el último año superó los 2 mil 764 millones de dólares.

Catorce años lleva Cuba dando batalla en la Asamblea General de Naciones Unidas para que la verdad se abra paso, y tanto es así que si en 1992, cuando nuestro país presenta por primera vez la resolución contra el bloqueo, votaron a favor nuestro 59 naciones, el año pasado fueron 179 las que la apoyaron.

No se trata de una simple cifra. El hecho de que en presencia de los representantes del imperio una inmensa mayoría de países tengan la osadía de acompañar con su voto nominal la resolución, habla del rechazo casi unánime y universal contra esa guerra genocida, a la que no ha sido sometido ningún otro pueblo en la historia.

El imperio se desespera y ya ni siquiera esconde sus planes de agresión y subversión interna porque allí están guardadas para la historia las palabras de Lester D.Mallory, subsecretario de Estado Adjunto para Asuntos Interamericanos, cuando el 6 de abril de 1960 dijera:

"la mayoría de los cubanos apoyan a Castro(...) no existe una oposición efectiva (...) el único medio previsible para enajenar el apoyo interno es a través del desencanto y el desaliento basados en la insatisfacción y las dificultades económicas(...) Debe utilizarse cualquier medio concebible para debilitar la vida económica de Cuba, para disminuir los salarios reales y monetarios a fin de causar hambre, desesperación y el derrocamiento del Gobierno".

Desde entonces han transcurrido 45 años y el apoyo inmensamente mayoritario de los cubanos a la Revolución y al liderazgo indiscutible y renovado de Fidel siguen siendo inconmovibles.

 

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