Marcel Marceau impuso su duende

TONI PIÑERA

Foto: RICARDO LÓPEZFue un acto de comunicación esencial con el público, ese que abarrotó hasta el último rincón de la sala García Lorca, del GTH, y luego del expresivo silencio del arte que acababa de ver, desbordó su agradecimiento en largas ovaciones y ¡Bravos! para dejar bien grabado en la memoria el instante único que regaló el mimo francés.

En su primera visita a Cuba, Marcel Marceau hizo lo que sabe hacer mejor que nadie: imitar los actos cotidianos de la vida y contarlos poéticamente. Solo unos segundos en la escena con La creación del mundo —que le permite articular una cosmogonía muy particular— y ya sorprendía este creador incomparable. Porque no interesa demasiado que reitere algunas rutinas o que convoque entrañablemente a Bip. Importa sí cómo lo proyecta hacia el espectador, el grado de comunión que se establece el mismo momento que surge en las tablas.

Dueño de su cuerpo y de su expresión, Marcel Marceau impuso, en casi dos horas, su duende, ese que maravilló a su maestro Etienne Decroux y que renovaría el arte sin palabras. Con gestos verdaderos matizó el espectáculo Lo mejor de Marcel Marceau. En la primera parte entregó las pantomimas de estilo. El jardín público fue casi un preámbulo de elaboraciones más complejas matizado con toques de humor y una técnica deslumbrante, mientras que Los burócratas —uno de los más aplaudidos— desnuda la dramática realidad que se vive en muchos lugares de la Tierra atacados por el mal de la burocracia que corroe y desespera. Las manos fue como un soplo de aire fresco, una gema dentro del programa que vale más que millones de palabras. Son manos que no retacean gestos y componen un cuadro muy efectivo.

Un trabajo que aunque data de los años cincuenta conserva su plenitud. Adolescencia, madurez, vejez y muerte nos muestra a un Marceau adoptando posiciones sobre sí mismo. En unos cuantos minutos capta la suma y síntesis de los deseos, alegrías y tristezas concebibles en los márgenes de la existencia. En esta primera parte muestra el aspecto cambiante de los personajes y huye de las espectacularidades para ceñirse a una visión interna, lírica, de esas criaturas que inventa y eleva a la máxima expresión. De ellas emergen la inocencia y un conjunto de enseñanzas —Marceau confía siempre en el mejoramiento humano— envueltas en la poesía de una conjunción sobresaliente de luces, coreografía, movimiento, música y silencio.

La segunda parte trajo a Bip, el conocido personaje creado hacia 1947, cuando él trabajaba con Madeleine Renaud y Jean Louis Barrault haciendo el rol de Arlequín, el rival de Pierrot. Una criatura románticamente idealista, una suerte de Quijote luchando contra los molinos de viento, con su gran sombrero del que emerge una flor roja. Así pudimos ver a Bip domador, o tocando el violín, creyéndose un gran artista, "bailando" al compás de las olas en un barco en alta mar, vendiendo porcelanas y hasta cambiando su rostro con muchas máscaras.

Como broche de oro se encontraron después en la escena, Alicia y Marceau. Con un gesto llegado desde lo más profundo de su arte y de su alma, el mimo tomó la mano de la bailarina y la besó. Así agradecía este contacto con el pueblo cubano, un anhelado encuentro que pudo hacerse realidad.

 

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