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Marcel Marceau impuso su duende
TONI PIÑERA
Fue
un acto de comunicación esencial con el público, ese que abarrotó
hasta el último rincón de la sala García Lorca, del GTH, y luego
del expresivo silencio del arte que acababa de ver, desbordó su
agradecimiento en largas ovaciones y ¡Bravos! para dejar bien grabado
en la memoria el instante único que regaló el mimo francés.
En su primera visita a
Cuba, Marcel Marceau hizo lo que sabe hacer mejor que nadie: imitar
los actos cotidianos de la vida y contarlos poéticamente. Solo unos
segundos en la escena con La creación del mundo —que le
permite articular una cosmogonía muy particular— y ya sorprendía
este creador incomparable. Porque no interesa demasiado que reitere
algunas rutinas o que convoque entrañablemente a Bip. Importa
sí cómo lo proyecta hacia el espectador, el grado de comunión que
se establece el mismo momento que surge en las tablas.
Dueño de su cuerpo y de
su expresión, Marcel Marceau impuso, en casi dos horas, su duende,
ese que maravilló a su maestro Etienne Decroux y que renovaría el
arte sin palabras. Con gestos verdaderos matizó el espectáculo Lo
mejor de Marcel Marceau. En la primera parte entregó las
pantomimas de estilo. El jardín público fue casi un
preámbulo de elaboraciones más complejas matizado con toques de
humor y una técnica deslumbrante, mientras que Los burócratas
—uno de los más aplaudidos— desnuda la dramática realidad que se
vive en muchos lugares de la Tierra atacados por el mal de la
burocracia que corroe y desespera. Las manos fue como un soplo
de aire fresco, una gema dentro del programa que vale más que
millones de palabras. Son manos que no retacean gestos y componen un
cuadro muy efectivo.
Un trabajo que aunque data
de los años cincuenta conserva su plenitud. Adolescencia, madurez,
vejez y muerte nos muestra a un Marceau adoptando posiciones sobre
sí mismo. En unos cuantos minutos capta la suma y síntesis de los
deseos, alegrías y tristezas concebibles en los márgenes de la
existencia. En esta primera parte muestra el aspecto cambiante de los
personajes y huye de las espectacularidades para ceñirse a una
visión interna, lírica, de esas criaturas que inventa y eleva a la
máxima expresión. De ellas emergen la inocencia y un conjunto de
enseñanzas —Marceau confía siempre en el mejoramiento humano—
envueltas en la poesía de una conjunción sobresaliente de luces,
coreografía, movimiento, música y silencio.
La segunda parte trajo a Bip,
el conocido personaje creado hacia 1947, cuando él trabajaba con
Madeleine Renaud y Jean Louis Barrault haciendo el rol de Arlequín,
el rival de Pierrot. Una criatura románticamente idealista, una
suerte de Quijote luchando contra los molinos de viento, con su gran
sombrero del que emerge una flor roja. Así pudimos ver a Bip
domador, o tocando el violín, creyéndose un gran artista, "bailando"
al compás de las olas en un barco en alta mar, vendiendo porcelanas y
hasta cambiando su rostro con muchas máscaras.
Como broche de oro se
encontraron después en la escena, Alicia y Marceau. Con un gesto
llegado desde lo más profundo de su arte y de su alma, el mimo tomó
la mano de la bailarina y la besó. Así agradecía este contacto con
el pueblo cubano, un anhelado encuentro que pudo hacerse realidad.
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