Genocidio sin límites

ARNALDO MUSA

Como cualquier otro pueblo, el japonés ama la paz, por lo que desde su seno se levantan voces contra ciertos círculos locales promotores del militarismo, que tanto daño produjo durante la Segunda Guerra Mundial.

Japoneses recuerdan gigantesco bombardeo a Tokio.

Cierto que el Gobierno japonés, aliado de la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, trató de crear en Asia un imperio por la fuerza, y su fracaso fue una lección para los militaristas.

Pero también se debe llamar a la reflexión sobre el genocidio de los habitantes civiles que sufrieron las represalias devastadoras y premeditadas de Estados Unidos, potencia que se erigió triunfadora, tras devastar atómicamente en parte a Japón, que luego ocupó durante años.

Es bueno recordar que las vivencias de los B-52 sobre Hanoi, los bombardeos contra Pyongyang, el ametrallamiento de pacíficas aldeas norcoreanas y vietnamitas, y, más recientemente, de ciudadanos afganos e iraquíes, estuvieron precedidas por los ataques aéreos de populosas urbes de un Japón virtualmente vencido al final de la Segunda Guerra.

Uno de los objetivos de ese genocidio fue Tokio, la capital, donde el número de víctimas de esas acciones resultó mayor que el de un solo golpe en Hiroshima y Nagasaki, aunque después la cifra se incrementó en estas ciudades y aún sigue creciendo.

Más de 300 bombarderos B-29 "superfortalezas" dejaron caer 1 700 toneladas de bombas sobre Tokio la noche del 9 de marzo y la madrugada siguiente, destruyendo totalmente la zona Este de la ciudad, la más densamente poblada.

La cifra oficial de muertos fue de 83 000, pero historiadores coinciden en que alcanzó 100 000, en su inmensa mayoría civiles, mientras la página web de Mundo S.G.M. Historia de la Segunda Guerra Mundial, sitúa el número en 130 000.

Otras fuentes comentan que el terror fue apocalíptico. Tras detonar, los cilindros M-69 despidieron chorros de fuego de 30 metros (el primer tipo de napalm), destruyendo casas de madera en barrios densamente poblados. El aire recalentado creó un viento formidable que atizó las llamas y alimentó los incendios.

Un sobreviviente, Teruo Kanoh, se negó a revelar el terror que le produjeron las bombas lanzadas por Estados Unidos contra Tokio, y solo hace tres años comenzó a pintar para dejar una especie de testamento de la destrucción. En sus vívidas e implacables pinturas, aviones norteamericanos hacen llover fuego sobre personas ya cadáveres, muchos de mujeres y niños, y presenta a víctimas que caen envueltas en llamas desde un puente incendiado.

"Los civiles están indefensos. Eso es lo que ocurre cuando los matan... quiero que quienes hacen la guerra piensen en esto", apuntó Kanoh, quien perdió a sus padres y sus dos hermanos en los ataques.

Esta no fue la única acción de este tipo contra la capital japonesa, ya bombardeada por vez primera en 1942 por aviones B-26, en una acción que dirigió el general norteamericano James H. Doolittle.

Pero desde que el B-29 entró en acción, y antes de las bombas atómicas contra Hiroshima y Nagasaki, este bombardero demolió 69 ciudades de Japón en solo seis meses de ataques masivos. Dice Mundo S.G.M. que "las bajas que causaron a la población civil japonesa duplicaron las bajas sufridas por las fuerzas armadas en 45 meses de guerra". Aunque, oficialmente, se dice que murieron 1 300 000 militares nipones y 700 000 civiles, lo cierto es que a esta última cifra se le puede agregar un millón más, indican analistas.

Estos son hechos que no se recuerdan mucho, de los que se escribe y habla poco, pero que es punto obligado de recuerdo, no solo en Japón, sino en todo el mundo, de lo que el imperialismo ha hecho y sigue dispuesto a hacer contra los pueblos, mientras su propaganda lo presenta como el máximo defensor de los derechos humanos.

 

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