Paparazzi

ROLANDO PÉREZ BETANCOURT

Nuevos accidentes y escándalos han hecho que por estos días los paparazzi ocupen páginas de los diarios en diversos lugares del mundo, no por ser ellos autores de la "noticia", sino más bien el sujeto de los hechos.

La actriz Cameron Díaz la emprende a derechas e izquierdas contra un paparazzi.

El término paparazzi se internacionalizó a partir del clásico de Fellini, La dulce vida. Allí el paparazzo interpretado por Marcello Mastroianni se dedicaba a perseguir a la exuberante Anita Ekberg para obtener el gran reportaje. Marcello aspiraba a ser un gran profesional, incluso a convertirse en escritor. Pero tenía que vivir y de donde mejor le fluía la subsistencia era mediante la amplificación periodística del escándalo relacionado con los famosos.

El personaje de Marcello era una fiesta de humanidad, gracias a la maestría de Fellini y al talento mágico del actor. Los paparazzi que lo seguirían en la vida real estarían revestidos de un material menos romántico y mucho más mercantil. Pero de tanto batallar (y perturbar), la Academia de la Lengua les abriría —si mal no recuerdo, hace tres o cuatro años— un sitio al término: "paparazzi: fotógrafo periodista especializado en tomar fotos indiscretas a personas célebres".

La definición, si se les preguntara a las víctimas de los paparazzi, sería considerada demasiado benigna. Para ellos, tales fotógrafos son carroña. Y cualquier buen fotógrafo sabe que convertirse "en eso", sería hundirse en el pantano de lo sórdido, y por lo tanto, en la parte triste de la existencia.

No son pocos los accidentes del tránsito y de otro tipo provocados por los paparazzi, el más famoso de ellos, el que le costara la vida a la princesa Diana, en 1997. Hace unas pocas semanas, un denominado "as de la intimidad", el paparazzi Galo César Ramírez estrelló su motocicleta en Los Ángeles contra el auto de la actriz Lindsay Lohan, luego de perseguirla —tal como declarara— con "un fin profesional". Según la policía puede tratarse de "una conspiración criminal para fotografiar a las estrellas en situaciones difíciles". El método resulta muy simple: se unen, provocan a los actores, los fotografían y después a vender las imágenes al mejor postor.

El paparazzi ha pasado a convertirse de perturbador en peligro potencial, incluyendo niños relacionados con los famosos. Y ese es el tema de un reciente filme producido por Mel Gibson, Paparazzi, un thriller cuya trama se centra en la historia de un renombrado actor, cuya mujer e hijo se encuentran muy graves en un hospital a causa de una de esas locas persecuciones. Absuelto el culpable, el actor decide hacer justicia por mano propia.

El paparazzi, sin embargo, no nació solo. Lo parió la misma sociedad que lo repudia y al mismo tiempo lo estimula a captar instantáneas comprometedoras, o poco felices, de los millonarios y famosos.

El paparazzi no se va a África a captar imágenes de una muerte barredora, pero nada notoria, sino que vende por mucho dinero una foto de grano grueso y casi irreconocible de una abatida Jacqueline Onassis paseando desnuda por una isla del Peloponeso, o de un actor en el candelero besando en la intimidad de un club a una mujer que no es precisamente su esposa.

En otra época, sus fotos se publicaban en las llamadas revistas rosas o del corazón, ese muladar de chismes de la alta sociedad y la farándula amasado para bien trabajados consumidores de frivolidades.

Pero cada vez más —y no obstante algunos tímidos pasos legales que se han venido dando para ponerle algo de freno a la barbarie— las llamadas "publicaciones serias", presionadas por la competencia, abren espacio a los aportes de los paparazzi.

De ahí que no sean solo ellos responsables de las calamidades que estarían por llegar.

 

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