NUEVA
YORK, 11 de febrero (PL).
— El dramaturgo norteamericano Arthur Miller, definido por muchos
como la conciencia crítica de su país, murió en Connecticut a los
89 años, a raíz de un defecto cardíaco congénito, sin que la
noticia trascendiera hasta hoy.
Su deceso tuvo lugar la víspera y
con el se cierra un capítulo de notable importancia en el teatro
estadounidense, al cual aportó títulos como La muerte del
viajante, revelador de la crisis da valores de una sociedad a la
que desnudó con su pupila lúcida y aguda de artista.
Nacido en Nueva York en 1915 y
descendiente de una familia de inmigrantes polacos de ascendencia
judía, sufrió en carne propia la cacería de brujas desatada en
los años 50 por el senador Joseph McCarthy, con su secuela de
investigaciones, acosos y condenas.
Fue uno de los pocos que no se
escudó en el silencio o invocó la protección de la Constitución,
sino que se enfrentó con valentía a las acusaciones del Comité de
Actividades Antiamericanas.
Lo condenaron por desacato, pero
apeló y resultó finalmente absuelto.
De esa experiencia nació una de sus
piezas emblemáticas, Las brujas de Salem, en la que aparecen
transmutadas todas sus experiencias.
En 1944 debutó como dramaturgo con Un
hombre con mucha suerte, paradójicamente de escasa resonancia.
Su primer gran éxito lo obtuvo con su novela Focus (1945),
un ataque contra el antisemitismo.
Dos años más tarde, el Círculo de
Críticos de Teatro de Nueva York proclamó a Todos eran mis
hijos como la mejor obra teatral de 1947.
Miller se cubrió de gloria con La
muerte de un viajante, inscrita para siempre en la historia del
teatro contemporáneo. Con ella y Las brujas de Salem se
ganó un lugar permanente en esa inmortalidad tan ambicionada como
esquiva.
Entre sus piezas más destacadas
figuran Panorama desde el puente (1955); Después de la
caída (1963); El precio (1968) y El arzobispo
(1977).
En su trayectoria se mezclan, a
partes iguales, el activismo político, el impacto de lo social en
todo cuanto escribió, su reivindicación del humanismo y su defensa
de los seres desprotegidos y más vulnerables de la sociedad a la
cual pertenecía.
Su dramaturgia ausculta, con
detenimiento, las aspiraciones, conflictos y aspiraciones de su
época, a través de dramas íntimos y cercanos, abordados con un
lenguaje coloquial. En 2002 recibió el Premio Príncipe de Asturias
de las Letras, en España.
Para Miller el arte fue también una
forma de militancia política.