Las verdades de Oliver Twist

ROLANDO PÉREZ BETANCOURT

VARIAS VERSIONES HA tenido en el cine el clásico de Charles Dickens, Oliver Twist, pero ninguno tan impresionante como el realizado por David Lean en 1948 con un inolvidable Alec Guinness en el papel de villano.

Lo de impresionante —además de ser una buena película— responde tal vez a que ese filme era pasado una y otra vez por la televisión, allá en los años cincuenta, y los niños de mi generación crecieron viendo en pantalla las crueldades a que eran sometidos otros muchachos de su misma edad: bandas de adultos que obligaban a robar, palizas descomunales si no se cumplían las misiones y luego, al llegar el turno de las cárceles, unas condenas que les encendían el alma y podía perdurarlos como adultos matones.

Uno de los niños de la cárcel de Wandsworth.

Dickens desarrollaba sus ácidas críticas sociales en una Inglaterra victoriana y a toda rienda bajo un capitalismo salvaje que convertía en seres de ínfima categoría a los llamados "hijos de la vida", muchachos que dejaron de serlo coleccionando cicatrices y quizá sin llegar a comprender cuál era el papel que les había tocado desempeñar en el duro oficio de la existencia.

Algunos interesados en resaltar una pretendida cara rosácea de aquellos tiempos victorianos, llegaron a poner en duda la verosimilitud de los conflictos narrados por Dickens con magistral mano realista. "Exagera —dijeron—, en verdad el cuadro social no era tan horrendo".

Aunque el argumento nunca tuvo peso frente a la obra de un autor que pisó fuerte sobre los vestigios del romanticismo, un trabajo recién aparecido en el Times de Londres le pone la tapa al pomo. Se dice allí que el Archivo Nacional Británico ha dado a conocer los expedientes delictivos de 600 niños que fueron prisioneros de la cárcel de Wandsworth entre los años 1872 y 1873.

Uno de los casos que resalta la publicación es el de George Davey, un niño de diez años condenado a un mes de trabajo forzado por el robo de dos conejos.

Los expedientes recogen la descripción física de los pequeños, su fotografía, el delito imputado y la sentencia. Entre ellos aparece Sarah Ann Coker, de 13 años de edad, acusada de ratera y sentenciada a un mes de trabajos forzados y a seis años en un reformatorio, y un niño llamado James (de apellido indescifrable) también de 13 años y condenado a diez azotes con una rama de abedul y a cuatro días de trabajo forzado por robarse unos higos.

Los azotes son una constante en casi todas las sentencias. Igualmente los rasgos de seres endurecidos por las vicisitudes, semblantes retadores con que los niños suelen enfrentar la cámara fotográfica.

Se asegura que los documentos se hacen explícitos ahora como testimonio de una época y para que los descendientes de esos muchachos "conozcan la verdad".

Pero la verdad ya había sido adelantada hace 165 años con el nombre de aquel niño que —primero en la literatura y después en el cine— a muchos les hizo comprender, desde temprana edad, que la vida tenía dos caras y varias cicatrices más.

 

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