Solos entre tanto tiempo

ROGELIO RIVERÓN

En la nota de contracubierta de Ancora, novela que la editorial Letras Cubanas dio a conocer este propio año, se puede leer que la llegada imprevista de una parienta estremecerá los órdenes de una familia a punto de naufragar en la inercia. La nota no es exactamente lo que he escrito yo ahora, pero mi versión, apenas un tanto más efusiva —más patética, si alguno lo desea—, se propone apuntar a uno de los elementos de este libro que me sigue pareciendo un caso original en nuestra presente ficción literaria.

Mientras que muchos de los narradores cubanos hemos, en la última década, pernoctado en un estilo, cuyas bandas de redundancia postulaban casi una fotografía de lo más visible de las circunstancias, Alberto Ajón León, el autor de Ancora, era, en primer lugar, un escritor parco en sus publicaciones y, en segundo, porfiado en su estilo. Una especie de clasicismo gobernaba su léxico, su sintaxis, y cierta secuela cultural lo inclinaba a un peculiar empleo del humor desde su primer libro de cuentos, Pesquisas en Castalia (Letras Cubanas, 1996).

Decía el francés Paul Valery que cuando estamos solos, estamos siempre en mala compañía. Ampliada muchas veces —y tergiversada, claro—, esta sentencia bien pudiera ser una de las tesis de Ancora. Una familia de barrio, como ya adelanté, desdibuja su existencia entre los pocos bríos de un caserón. Para bien o para mal, los acompaña el espectro de la ópera. Se han conseguido unos nombres tan operáticos como sus pasados (tal vez como los pasados que ahora creen tener), en los que no faltan los secretos por todo lo alto. Es como si la angustia engendrara grandilocuencia, pero no movimiento. Tiene que aparecer una allegada para hacerlos cambiar. Entonces se pondrán en marcha los mejores artilugios de la novela.

Mijail Bajtín nos ha inducido a comprender que, desde su mismo núcleo, una novela es un grandioso acto de parodización. Que, debido entre otras cosas a la variedad de lenguajes que en ella se entrecruzan, la novela es, como género, un ejercicio de contrariedad, listo para colocarlo todo en entredicho. En diálogo incesante con la cultura, no reconoce lenguajes ajenos, ni procedimientos que no le sirvan de algo. La breve novela de Alberto Ajón León insinúa, a partir de una bien estructurada teatralidad, algunas metáforas sobre el tiempo en abstracto, y sobre el tiempo humano. Lo curioso —lo que ahora, retroactivamente, se le reconoce como una obligación—, es que estas metáforas resultan ellas mismas teatrales, impúdicamente patéticas. Los personajes de Ancora no son, sin embargo, objetos que bogan en un performance previsto para infundirles movimiento. Cualquier alusión a sus vidas sin lustre está previamente emplazada por el sentido melodramático que enseguida irán tomando, de modo que acabaremos por aceptar lo bien puestos que están determinados absurdos en toda vida y en todo libro.

Mientras cuidaba la edición de Concierto barroco para Letras Cubanas, volvió a tentarme la idea de que Alejo Carpentier, más que barroco, es un escritor clásico. Como terminaba de leer Ancora, mi mente obró la majadería de comparar ambos libros, y me empeciné en algunas similitudes: un complicado sentido de la representación y un humor, cuyo contexto, a veces prosaico, actúa como una inteligente confirmación del carácter erudito de toda la obra. En serio: no creo que deba justificarme por lo provisorio de esta aproximación. Alejo Carpentier es el más canónico de nuestros narradores, pero habrá, sin duda, trazado algún rasgo del gesto de contar que quizás nos influya como si de herencia se tratara.

 

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