La
Habana nuestra
RONALD SUÁREZ RIVAS
La
Habana ya existía desde antes. Se conoce al menos un sitio en el
que estuvo asentada, al Sur, de donde se trasladaría hacia el Norte
para su definitivo emplazamiento. Del origen de su nombre solo hay
especulaciones. Aunque prestigiosos historiadores asumen que se debe
al cacique Habaguanex, hallado por los españoles en su avance hacia
occidente, no hay un solo documento que lo confirme. Pero la
tradición obliga hace siglos a celebrar su aniversario el 16 de
noviembre, en homenaje a la primera misa y al establecimiento del
primer cabildo de la Villa, en 1519.
Se afirma que la ceiba que sustituye
a aquella que dio cobijo a los primeros habitantes en El Templete
conserva el poder de conceder buena suerte a quienes dan vueltas a
su alrededor. Es parte de los mitos que rondan la ciudad, que se
precia de haber nacido bajo un árbol. No obstante, más allá de lo
imaginario, La Habana llega con renovada lozanía a su cumpleaños
485.
Poseedora
de un urbanismo exquisito, con un diseño muy bien trazado de cara
al mar, la capital ha logrado conservar las diversas épocas
arquitectónicas. La Habana del pre-barroco, la del siglo XVIII con
su Plaza de la Catedral, la de Armas, la de San Francisco de Asís,
la ciudad amurallada, la neoclásica, la ecléctica, conviven
alimentando un pasado que se ha perdido en otras partes.
Cuentan que cierto escritor prefería
descubrirla a través de los lienzos de Portocarrero. Una visión
romántica, aunque incompleta, de la realidad de una Habana llena de
contrastes que respira y cambia como todo lo vivo.
Además, faltaría su gente, la que
enfrentó con valentía el asedio de los ingleses, la opresión
española, la represión de los gobiernos de la república
mediatizada y que dota de un valor adicional a esos lugares desde
los que se ha hecho la historia. Así sucede en el litoral, donde la
explosión del Maine decidiera el curso de la Guerra Necesaria y en
sus calles de olores peculiares, por las que caminara el joven
Martí, como lo hiciera el padre Varela años antes.
La Habana sacudida por las huelgas de
la clase obrera, la de las manifestaciones estudiantiles, de la
Universidad cerrada por la dictadura, de la lucha clandestina; la
que en nombre de todo el pueblo cubano dejaba constancia de su apoyo
a la Revolución en la Primera y en la Segunda Declaraciones de La
Habana, serían incomprensibles sin la dimensión humana.
Para
muchos, solo después de aquella gran concentración del 26 de Julio
de 1959, cuando medio millón de campesinos vinieron a la ciudad a
cerrar filas en apoyo al nuevo Gobierno, La Habana comenzó
realmente a ser la capital de todos los cubanos.
"No
sin asombro desentrañamos sus alegorías. Sus cúpulas agrietadas
tocamos con ojos alucinados", escribía el poeta Luis Suardíaz de
su primer encuentro con la capital. Él era uno de aquellos llegados
de pueblos lejanos, de "la pequeña residencia del olvido", que
había tenido que venir a la ciudad para creer.
Décadas después, continúa
acogiendo a quienes la visitan y a los miles de estudiantes de toda
la Isla y de otras partes del mundo que se forman en las aulas de la
vetusta Universidad, siguen haciendo de las residencias de F y
Tercera, 12 y Malecón, Alamar, un lugar común a la nostalgia de
varias generaciones.
Fayad Jamís, quien vivió los días
en que se extinguieron los últimos tranvías, lo mismo que otros
vieron los coches tirados por caballos doblar en una esquina y
perderse para siempre, decía que "el rostro de la ciudad se ha ido
haciendo y deshaciendo lentamente, creciendo desde el mar. Un rostro
tallado por la luz, golpeado por el viento y la lluvia, y golpeado
por sueños innumerables y sangres innumerables."
Precisamente en esos golpes se han
regodeado los detractores de la ciudad, amparados en una estética
del deterioro, de la decadencia, que utiliza a La Habana como punta
de lanza para una crítica que muchas veces la trasciende. "Yo mismo
uso a veces una hipérbole y hablo del velo que cubre la ciudad y
comienza a rasgarse por aquí o por allá con una obra restauradora,
con una renovación Åcomentaba Eusebio Leal en una entrevista
reciente. Pero no se puede abusar de esa imagen".
Y Roberto Fernández Retamar lo
resumía en pocas líneas: "La ciudad es también (me dirán) el
alimento podrido de la traición y los pájaros de boca fruncida que
graznan un taconeo rápido. Pero toda esa mancha de pluma mojada
desaparece con un solo golpe inmenso y cristalino del mar".
Recientemente, un artista digital
mostraba en La Habana lo que supuso habría sido de la ciudad de
continuarse el proyecto de los años cincuenta, concebido por las
elites de poder y reconocidas figuras de la mafia. Con ese proyecto
se pretendía hacer de la capital un gran polo turístico, con la
prostitución y el juego como principales atractivos.
Una Habana ahogada por el tráfico de
los anchos viales y por los rascacielos, que prácticamente
impedían la vista hacia el mar, auguraban sus diseños. Toneladas
de acero y vidrio sepultando siglos de arquitectura y de historia.
Según esa hipótesis, La Habana
Vieja habría desaparecido junto a sus adoquines, sus vitrales y
plazas donde el tiempo parece haberse detenido. Nunca la hubieran
declarado Patrimonio de la Humanidad. Tampoco existiría Centro
Habana, con sus callejas de maltratado prestigio, sus solares y
patios interiores, desde donde Lezama Lima mandaba a callar a los
vecinos porque "el poeta estaba trabajando". Sería otra ciudad que
renegara la esencia de lo que en definitiva es. Y en su cumpleaños
485, quedarían sin sentido los versos del poeta: "El corazón de la
ciudad no ha muerto todavía, no ha de morir jamás para nosotros". |