María Taglioni en su bicentenario

MIGUEL CABRERA (*)

Durante su celebración, el XIX Festival Internacional de Ballet de La Habana (oct. 28-nov. 6) rendirá especial homenaje a una de las más grandes leyendas en toda la historia de la danza: la bailarina María Taglioni, máxima estrella del Romanticismo en el ballet. La Taglioni, aunque nacida en Estocolmo, Suecia, el 23 de abril de 1804, provino de una familia de artistas milaneses, célebre en toda Europa desde el siglo XVIII.

María inició sus estudios con importantes maestros franceses, pero sería su padre, el gran pedagogo y coreógrafo italiano Filippo Taglioni, el encargado de pulir sus virtudes especiales y corregir todo defecto que pudiese empañar su apariencia escénica —su rostro carente de la belleza tradicional, sus brazos demasiado largos y una extrema delgadez, que contrastaban con la estética del resto de las bailarinas de la primera mitad del siglo XIX.

El gran Filippo no solo se las ingenió para crearle un tipo de peinado que favoreciese los ángulos de su rostro, sino que creó también una amplia gama de poses de los brazos (en corona alrededor de la cabeza, cruzados sobre el pecho y abdomen, quebrados en la muñeca o acortados hacia los lados) y la utilización de mangas y pulseras, para acortar sus extremidades superiores, con lo que logró una especial armonía, características que más tarde se convirtieron en patrones inviolables de un estilo.

La armonización de todos estos aspectos, la sólida formación técnica que adquirió, en la que destacaban una gran ligereza, la rápida batería o entrecruzados de las piernas, prolongados balances o equilibrios, así como la gracia y armonía que emanaban de cada uno de sus movimientos, devinieron canon de la corriente mística o ultraterrena del romanticismo, de la cual fue ella máximo exponente. Con el estreno de La sílfide, ballet creado por su padre y estrenado por ella en la Ópera de París, en 1832, se inició la era del baile en puntas y la consolidación de un nuevo estilo balletístico: el romanticismo que hoy día mantiene su total vigencia en todos los escenarios del mundo.

Dueña de un amplísimo repertorio, la María "plena de gracia", como la llamó Theóphile Gautier, reinó tanto en los roles en los que personificó criaturas sobrenaturales (sílfides, espíritus vengadores, musas, diosas y ninfas de la mitología) como en los de gran terrenalidad (gitanas, aldeanas o princesas).

Sin embargo, ha sido en el Grand pas de quatre, creado por Jules Perrot en 1845, y en el que ella bailara junto a otras tres celebridades del ballet romántico: las italianas Carlota Grisi y Fanny Cerrito, y la danesa Lucile Grahn, donde el espíritu de su baile ha podido llegar hasta nuestros días con claridad mayor. Máxima estrella de la Ópera de París en 1827-37, 1840 y 1844; y triunfadora en las más importantes capitales europeas, la Taglioni abandonó la escena en 1847, muy joven todavía.

Admirada por las más grandes personalidades de su época —entre ellas nuestro José Antonio Saco—, después de una larga estancia en Italia regresó a París en 1860, donde creó su única coreografía: Le papillon, para Emma Livry, su alumna predilecta; y ocupar el cargo de Inspectora de Clases y de todo el Departamento de Danza de la Ópera de París. Arruinada durante la guerra franco-prusiana de 1871, tuvo que ganarse la vida como profesora de bailes de salón y de gimnasia, en Londres, hasta que decidió radicarse en Marsella, ciudad donde murió en 1884, a la edad de 80 años.

En la gala de apertura del Festival, el próximo 28 de octubre, el Grand pas de quatre abrirá el programa como lo hiciera 56 años atrás, en la primera función del hoy Ballet Nacional de Cuba; con él se rendirá merecido tributo a la máxima representante de un estilo internacional e intemporal, que como ha expresado la crítica mundial en múltiples ocasiones, tiene en la compañía cubana, uno de sus más sólidos baluartes.

(*) Historiador del Ballet Nacional de Cuba

 

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