
Vals para tres
AMADO DEL PINO
La reciente temporada de
El vals de mil años, en la sala Covarrubias del Teatro
Nacional vino a demostrar la fidelidad del público nuestro a
algunas figuras conocidas a través de las tablas y, sobre todo, de
la poderosa televisión. Los espectadores olvidaron posposiciones y
tropiezos para aplaudir a tres actores que siguen con fervor.
El teatrista francés
Serge Sándor propone una metáfora de la sociedad posmoderna y
acota en las Notas al Programa: "Como protección a esta miseria
contaminante, los florecientes centros urbanos crearon fronteras
entre la opulencia y la miseria; basta con un puente, un lago, una
carretera, para dividir el mundo en dos". Las ideas en juego se
mueven en un plano bastante abstracto y demasiado general, el texto
no logra concretar en acciones eficaces buena parte de los
interesantes conceptos sobre la relatividad de los roles en el mundo
de hoy. Como dramaturgo, el mayor mérito de Sándor debe buscarse
en la poesía y la agudeza que exhiben algunos diálogos.
Un formidable diseño de
escenografía y vestuario de Eduardo Arrocha contribuye a dotar a la
puesta en escena —a cargo del propio autor— de un ambiente
sugestivo y trascendente. También resulta eficaz el entorno sonoro
ideado por Jomary Hechavarría. La alternancia de los diversos
planos alcanza dinamismo y fluidez, pero algunas composiciones
escénicas se tornan elementales y poco elaboradas.
Prefiero comenzar el
comentario sobre el decisivo elenco de El vals... por el
desempeño de Alberto Pujol. Este conocidísimo actor no resulta
frecuente en nuestros escenarios. Albertico logra superar cierta
falta de teatralidad en el desplazamiento que señalé en otro
espectáculo y elabora una límpida cadena de acciones, que se
complementa con un singular y simpático decir. Está la gracia
natural que propicia la popularidad del intérprete, pero elaborada
dentro de las sobrias circunstancias del montaje. Néstor Jiménez
vuelve a brillar por su exquisita proyección de la voz y hacia el
final de la obra logra conmover por la interiorización de su
angustia.
De Felito Lahera depende
en gran medida el adecuado ritmo de la puesta, esa ligereza que
evita el estancamiento de la acción a pesar de la voluntaria
vaguedad del argumento. A sus habituales organicidad, temperamento y
carisma se suma ahora un elaborado y eficiente trabajo con la
emisión de la voz. Lahera, Néstor y Albertico consiguen sacar
adelante esta interesante reflexión entre absurda y tragicómica.
Sería bueno que estos tres artistas —y otros intérpretes que el
público persigue— no se alejen del sobrio, pero incambiable mundo
de las tablas.
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