Adiós al hijo de El Ventana

MIGUEL CABRERA 
Historiadordel Ballet Nacional de Cuba

Foto: OSVALDO SALASTuve el honor de conocer a Antonio Gades en 1975, durante su primera visita a Cuba, y desde entonces mantuvimos una hermosa amistad que se hizo patente tanto en sus múltiples visitas a Cuba, como en nuestros encuentros en España, donde contribuimos al desarrollo de la danza clásica. Fue en aquella ocasión donde sostuvimos nuestra primera conversación, durante su preparación para una función extra, dedicada a los artistas cubanos que no habían podido asistir a la que había realizado con su compañía dos horas antes en la sala García Lorca. Mientras se maquillaba, me contó de su infancia infeliz en la cual la miseria y las privaciones eran compañeras cotidianas. "Soy hijo de un militante comunista, fusilado por las tropas franquistas durante la Guerra Civil, que salvó milagrosamente su vida. A los tres años de aquella tragedia nos mudamos a Madrid y allí hice de todo para ganarme la vida: botones de una fotografía, trabajador en la construcción y encuadernador de imprenta. Pasamos hambre, pero mi padre, apodado El Ventana, por haber perdido un ojo en la Guerra, me hizo rico en ideales, los que han pautado el resto de mi vida".

Desde 1978 hasta 1980 dirige el Ballet Nacional de España y posteriormente el Grupo Independiente de Artistas de la Danza, con el que vuelve a Cuba para realizar entre 1980 y 1989 actuaciones en los teatros Nacional y Karl Marx y en varias ciudades del interior del país. Volvería a estar con nosotros escénicamente en 1996 con su épica puesta en escena de Fuenteovejuna. Sus interpretaciones del baile flamenco, su Leonardo en Bodas de sangre, el Don José de Carmen, su Bernarda Alba en la obra homónima, o su recreación contemporánea de Fuenteovejuna, le bastaron para ubicarse en el más alto sitial, junto a Vicente Escudero y Antonio Ruiz.

Para los miembros del Ballet Nacional de Cuba, Gades fue siempre un amigo entrañable, con quien compartimos la rica experiencia de verlo el 28 de abril de 1978 junto a Alicia Alonso, Sergio Vitier y Tata Güines crear esa joya coreográfica de Alberto Méndez, síntesis de la cubanía e inusual contrapunto estilístico, que fue Ad Libitum, y al día siguiente preparar, hasta los más mínimos detalles, el estreno de Bodas de sangre, que nos dejó como su más querido legado. Con nosotros compartió momentos inolvidables, entre ellos, la celebración del aniversario 35 del debut de Alicia en Giselle, ocasión en la que interpretó el rol de Hilarión, y las triunfales presentaciones en el Metropolitan Opera House, de Nueva York, y el Kennedy Center, de Washington, durante la primera visita del BNC a los Estados Unidos, ese propio año.

En 1989 el Gran Teatro de La Habana le otorgó su Premio Anual, en 1991 nos acompañó en el Curso Internacional de Danza que impartimos en la ciudad catalana de Banyoles y de nuevo en La Habana formalizó su matrimonio con Marisol, teniendo a Alicia y a Fidel como únicos testigos.

En este triste adiós vienen a la mente bellos gestos, como el de dedicarme su célebre Farruca y explicarme el porqué de su apego a la vieja chaqueta con la que la bailaba; el compartir espectáculos didácticos y estimularnos en el trabajo de la divulgación masiva del arte del ballet por toda Cuba.

La última vez que nos vimos, fue la noche del 13 de diciembre de 1999, en la ceremonia en la cual el Instituto Superior de Arte le otorgó el título de Doctor Honoris Causa en Arte. Acompañado por nuestro Ministro de Cultura, vino hacia el grupo del BNC que allí nos encontrábamos, y pasó todo el resto de la velada narrándonos, con su fino humor, sus peripecias por la vida, sus cuentos sardónicos y con la risa de un niño travieso, explicarnos cómo logró que los japoneses no detectaran que les había bailado con un brazo casi quebrado, por no incumplir un contrato previo.

Cuando el 5 de junio pasado recibió la Orden José Martí, no quiso que lo viéramos, tal vez pensaba que los estragos de la enfermedad nos harían olvidar su bella línea, su garbo, su energía contagiosa, su persona misma. Pero se equivocaba, su verdadera imagen nunca será borrada, porque más que por el arte, fue forjada por los sólidos principios que desde temprana edad le inculcara su padre, El Ventana. Esos que al despedirme con un abrazo en su camerino, 29 años atrás, hizo patente al decirme: "Un pueblo que recupera su dignidad sobre la base de grandes sacrificios, como lo ha hecho este, me hace sentirme parte de él. Y si necesitan de mí en algo, me harían un gran honor, porque de este pueblo tengo mucho que aprender".

 

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