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Los sueños sinfónicos de Caturla y Carpentier
PEDRO DE LA HOZ
Parece una quijotada
pero no lo es. Reunir este verano en La Habana a cientos de músicos
de buena parte de la Isla en el Primer Encuentro Nacional de
Orquestas Sinfónicas revela cómo aquella premonición martiana de
conquistar "toda la justicia" puede tener en el ejercicio
de la política cultural una expresión práctica y concreta.
Yenisleidi Delgado Rolo, una batuta joven al frente de la Sinfónica de Matanzas.
La parte visible del
evento, en el teatro Amadeo Roldán, ha tenido la agradecida entrega
de la Sinfónica Nacional y los organismos de Villa Clara, Matanzas,
Camagüey, Santiago de Cuba y la recién nacida formación de
Holguín. La otra, si se quiere mucho más importante, ha consistido
en el intercambio profesional entre sus directivos e integrantes, a
base de arduas sesiones de ensayos y entrenamientos.
Estamos hablando de uno
de los tantos programas desafiantes que en el campo de la cultura
han sido alentados por la Revolución en los últimos años y se
inscribe como una de las máximas prioridades del Instituto Cubano
de la Música.
Su condición retadora
pasa tanto por aspectos materiales imprescindibles (instrumentos,
accesorios, partituras, papel pautado, locales de ensayo,
subvención estatal) como por el desarrollo de los recursos humanos.
La aspiración a que,
paulatinamente, cada territorio tenga un organismo sinfónico propio
y, aún antes, se consoliden los ya existentes, implica una muy
seria articulación con la docencia artística.
Habrá que acelerar,
como ya se hace, la formación de determinados perfiles
instrumentales para cubrir las necesidades de un tipo de agrupación
que exige contar no solo con fortalecidas secciones de cuerdas
(violines, violas, cellos y contrabajos), sino también de
viento-madera y viento-metales. A veces la pregunta que cabe es
dónde hallar un fagotista o un ejecutante de la tuba, sin olvidar
que aún en las cuerdas existe un déficit considerable de cellistas
de atril.
Mas todo esto
resultaría insuficiente sin un estricto programa de desarrollo. Un
organismo sinfónico en nuestro medio debe consolidar un repertorio
esencial universal y cubano; de ahí la importancia de dominar el
lenguaje de los clásicos y de cultivar paralelamente la devoción
por Roldán y Caturla, Gramatges y Guerrero, Brouwer y Diez Nieto,
Valera y Fariñas. Y de estimular la audacia. El público —no solo
en provincias, sino en la capital, se trata de un público en
formación, al que hay que atraer, pero también conmover e
inquietar— agradecerá por su salud espiritual descubrir que el
sinfonismo no murió con Mozart, Beethoven, Brahms y Chaikovski, y
que la belleza supera las normas de Strauss y Von Suppe.
Sé que en ese espíritu
trabajan los directores involucrados en el programa: Manuel Duchesne
Cuzán (Santa Clara), Daniel Guzmán (Santiago), Orestes Saavedra
(Holguín), Jorge Rivero (Camagüey) y Yenisleidi Delgado
(Matanzas). Y, por supuesto, Leo Brouwer, quien con acrisolada
pasión está entregando cuerpo y alma en el empeño.
Queda muchísimo por
hacer. En términos de madurez, el programa apenas da sus primeros
pasos. Lograr que las principales ciudades de la Isla posean una
digna vida sinfónica propia, a partir de nuestros esfuerzos, es un
lujo, solo dable en Europa y Norteamérica. Y cuidado, porque hay
ciertas ciudades europeas que hoy mantienen sus orquestas a costa
del flujo de músicos de la desaparecida Unión Soviética y los
antiguos países socialistas que buscan horizontes económicos.
Con lo ya hecho, y sobre
todo, con lo que vendrá, no puede menos que evocarse a dos grandes
cubanos que soñaron con esta realidad: Alejandro García Caturla y
Alejo Carpentier. El músico abogado tuvo la osadía de estrenar a
Stravinski y Milhaud con la Banda de Caibarién en los años más
oscuros de la república ficticia. Para el autor de El siglo de
las luces, solo era posible una verdadera estatura en el gusto
musical cuando quedaran atrás las fronteras entre los hallazgos
populares y las venturas de la música de concierto.
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