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El último samurái
ROLANDO PÉREZ
BETANCOURT
Exhibida
en el cine, y desde el jueves pasado estreno nacional en las salas de
video, El último samurái, de Edward Zwick, viene a confirmar
que aunque en ocasiones Hollywood pretenda vestirse de seria
trascendencia, al final la sombra de "lo mismo" tiende a delatarlo.
Costosa y promocionada
superproducción, que desde un principio no escondió su objetivo
(frustrado) de arrasar con los premios Oscar, El último samurái
es de esos filmes a los que no les faltan buenos momentos dramáticos
y visuales, pero que puestos en una balanza pierden la partida porque
tratan de suplir con la demasía, lo que el equilibrio artístico debe
convertir en trascendente.
Una grandilocuencia
narrativa que ya se ha venido haciendo común en la obra de Zwick,
conocido fundamentalmente por Tiempos de gloria y Leyenda de
pasión y a quien unos cuantos le han señalado que lo suyo no es
contar historias, sino procurar ser lo más espectacular posible y
deslumbrar con sus estudiados movimientos de cámara.
Lo anterior no quiere
decir que la trama de El último samurái sea algo desdeñable,
aunque sí bastante predecible, pues los que conocen el premiado
Danzando con lobos, de Kevin Costner, descubrirán que el guionista
John Logan (Gladiador, La máquina del tiempo) se recuesta en
aquella épica del Oeste y en buena medida la acomoda en el Japón
decimonónico.
El resultado: un guión
laxo y con una historia de amor que, por suerte para el pudor de los
espectadores, una mano lúcida disuelve al final de la trama. En la
película de Costner eran los valores de la cultura india al borde de
la desaparición bajo la mano "civilizadora" de los blancos. Aquí
aparece la misma mano ejecutante, pero las víctimas son los
masacrados samuráis que, aunque no eran santos, deben enfrentar con
el acero de sus espadas la revolución técnica del plomo y la
pólvora. Y en el centro del conflicto, un hombre que arrasado por las
furias irracionales de su tiempo, encuentra en la cultura enemiga una
escala de valores más acorde con sus ideales de existencia.
Por supuesto que el hombre
es un norteamericano, en esta ocasión Tom Cruise como el capitán
Nathan Algren, un militar de honor perdido tras participar en el
exterminio de indios que llevó a cabo su ejército. Alcohol y
evasión para él. Pero la idealización del héroe, tan cara a
Hollywood, vendrá en su ayuda. Nathan —excelente tirador, claro—
será enviado al Japón de 1870, durante la restauración Meiji, como
asesor del Emperador. Su misión será ayudar a modernizar el
ejército y luchar contra los señores de la guerra en aras de un
país moderno y unificado.
Dos horas y treinta
minutos de una épica exótica con pretensiones, pero realizada con
los ojos puestos en eso que los estudios de mercado llaman "el gran
público". Y con un Tom Cruise resbaladizo y sin encontrar los tonos
convenientes en los comienzos para hacer verosímil a su torturado y
alcohólico personaje, aunque más tarde convincente como un as de la
espada.
No hay que negarlo: se
pasa bien si no se es exigente (¡ese guerrero japonés hablando
perfecto inglés en una zona intrincada!), pero si bien es cierto que
el director y el actor principal se cansaron de repetir que Akira
Kurosawa había sido la fuente de inspiración para realizar el filme,
queda claro que la espada del gran samurái solo se percibe en las
bien filmadas escenas de combate. Porque en lo otro, falta filo.
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